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Ejemplar la actitud de Gustavo Petro frente a la captura de su hijo Nicolás. Aseguró el presidente que no intervendrá en materia judicial sobre la investigación que adelanta la Fiscalía. Fue muy claro al declarar: «A mi hijo le deseo suerte y fuerza. Que estos sucesos forjen su carácter y pueda reflexionar sobre sus propios errores. Como afirmé ante el fiscal general, no intervendré ni presionaré sus decisiones; que el derecho guíe libremente el proceso».

Es lo mínimo que esperamos de un gobernante ético y respetuoso de la institucionalidad.

Asume el presidente con dignidad el hecho y envía el mensaje inequívoco que nadie está ni puede estar por encima de la ley. Que todo delito, independientemente de quién lo cometa, debe ser investigado y juzgado en un sistema judicial independiente del ejecutivo, imparcial, equitativo, transparente; con mecanismos de control y supervisión para prevenir la corrupción, el abuso de poder en la administración de justicia y la impunidad que socava la confianza ciudadana en las instituciones y la armonía social.

Considero que los delitos cometidos por personajes públicos, gobernantes, funcionarios del Estado y sus familiares, deben ser investigados y procesados con mayor diligencia y transparencia que aquellos perpetrados por ciudadanos comunes.

Sin embargo, dudo que en Colombia tengamos un sistema judicial equitativo, transparente en procedimientos, efectivo y eficiente, libre de la influencia de poderes fácticos, que asegure el acceso de justicia a todos los ciudadanos, independientemente de su condición social. Lo evidencia un dato alarmante: la impunidad sistemática ha alcanzado niveles escandalosos, llegando al 94 % en los últimos 13 años, solo en casos de corrupción administrativa, según una reciente investigación de la Secretaría de Transparencia del Gobierno.

Además, comparto la percepción ampliamente señalada por muchos ciudadanos del común, y capturada en el dicho popular «la ley es para los de ruana», de que en la práctica no se tratan de manera igualitaria a los infractores de la ley, sino que pareciera que existen dos categorías inaceptables de delincuentes: «delincuentes buenos» y «delincuentes malos», según la clase social a la que pertenezca el infractor.

No hay que hacer mucho esfuerzo para reconocer que hay tratamiento desigual a los que cometen delitos en el país, así haya unas leyes que se supone deben aplicarse a todos por igual.

Pareciera que existiera un sistema judicial institucional que opera para delincuentes «malos», gente del común que comete delitos, para quienes están hechas las leyes escritas y los códigos, y se les aplica con rigor sin ninguna consideración. Funciona la sanción popular: «se lo merecía». No se deja espacio a la presunción de inocencia o la duda. A estos ciudadanos humildes, «de ruana», no les queda más que confiar en la justicia de la divina providencia, para que se les juzgue de acuerdo a las leyes establecidas, y no sean usados como «chivos expiatorios»; en algunos casos injustamente acusados, para impedir que los auténticos responsables sean juzgados.

Y, es aberrante el funcionamiento de otro sistema «paralelo»; y oculto, aplicable a los delincuentes «buenos»; en el que los infractores, «gente de bien» de los sectores más pudientes del país, actúan con astucia y complicidad para eludir las leyes. O, las acciones penales prescriben o se mantienen impunes en la oscuridad de los laberintos de procesos dilatados a conveniencia, por intervenciones truculentas de abogados defensores, con la participación de funcionarios corruptos o sesgados en sus funciones, pertenecientes a la Fiscalía, Procuraduría, Contraloría, etc.

Para esos delincuentes «buenos», muchas veces los hechos delictivos son ocultados, distorsionados o calificados en las narrativas de los medios corporativos de comunicación como calumnias o injurias que menoscaban la honorabilidad de las personas de bien. Basta conocer el estado y tratamiento que se ha dado a casos como el contrato fraudulento 1043 de 2020 de MinTIC con la Unión Temporal Centros Poblado, las irregularidades halladas en la gestión fiscal de los recursos públicos a cargo del Ministerio de Minas y Energía durante el gobierno de Duque, y el robo y contrabando de petróleo realizado por 17 empresarios, entre otros.

Es evidente que para estos «señores de bien», funciona un sistema judicial paralelo, en el que incluso funcionarios de instituciones con facultades acusatorias cambian de roles y hacen causa común como socios de los abogados defensores del acusado. Un ejemplo reciente es de todos conocido, en el que dos fiscales, en lugar de acusar, solicitaron preclusión del proceso judicial por supuesta ausencia de méritos de la acusación a un político famoso.

Es eso más que una evidencia de que en Colombia operan en la práctica dos sistemas judiciales, que producen desequilibrio judicial, en una coexistencia perversa y siniestra, con un vaso comunicante que traslada los casos de la gente de bien, de los poderosos de la élite política y económica, a un sistema judicial discrecional paralelo; con unos jueces de bolsillo, en unos casos, o con fiscales operando como defensores, en el que se dilatan los procesos, caducan los términos para que queden impunes o se aplican penas muy laxas o se declaran inocentes a los «delincuentes buenos».

Y en otros casos, muy evidentes e inocultables, los infractores de la ley «ponen los pies en polvorosa»; y los medios corporativos construyen narrativas justificatorias de su huida, calificando el caso como «persecución política», calumnias o injurias que menoscaban la honorabilidad de las personas de bien.

¡Esa es la realidad del sistema judicial en Colombia!

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