Decepcionarse es parte de un fenómeno histórico naturalizado en las relaciones humanas en virtud de, al menos, dos problemas: 1. confiar sin fundamentos. 2. esperar que todo lo resuelvan otros. No son razones exclusivas, pero sí predominantes. Sus expresiones más bochornosas suelen recular en los laberintos de la política burguesa donde se ha engendrado la decepción como mercancía ideológica. Está de moda decepcionarse fácil y rápido. Incluso algunos psicoanalistas coligen el asunto a su modo.
Además de los conflictos con la realidad, que muchas decepciones conllevan, opera el factor tiempo como condimento que agudiza los daños. Aunque hay decepciones que ocurren muy “pronto” y las hay que demoran en crecer, llevadas a veces por la indolencia propia de no querer enfrentarlas o por cierta habilidad para el engaño endógeno o exógeno. Pero el efecto, con sus matices, suele ser desmoralizante. Para eso se la usa también premeditadamente. Es un “sueño dorado” burgués que sus enemigos se derroten a sí mismos producto del engaño, la manipulación ideológica, del odio contra sus pares y la proliferación de “anti-valores” degradantes. Golpetear al enemigo hasta que pierda todo ímpetu, que abandone la resistencia, desmoralizado, asfixiado en el odio de clase que le inoculan. Desmoralizados y desorganizados somos nada.
En el circo mediático-político dominante se usa el entusiasmo y la decepción como recurso permanente o factor “sine qua non” para fabricar ciertas movilizaciones sociales. Un entusiasmo rentable (y su decepción correspondiente) puede convertirse en “poder político” o económico si sus autores -o dueños- disponen de herramientas y recursos. Pueden convertir las decepciones muy fácilmente en armas de guerra ideológica muy dañinas. Hay decepciones para todos los gustos y todas las necesidades. Nada mejor que una buena secuencia de decepciones (programadas incluso) para garantizar al capitalismo ganancias pingües por temporada, y eso incluye a las temporadas electorales.
Supongamos que algunas de las mercancías mediáticas, creadas o alquiladas por las burguesías o las oligarquías, logra suscitar ilusiones salvíficas en alguna clientela mercantil, política o religiosa, y que eso, en épocas electorales, lleve a ganancias destacables en un periodo aceptable. Supongamos que semejante éxito ilusionista trasciende a la clase destinataria y conecta con otras clases sociales que se sientan reflejadas y expresadas por tal ilusión. Supongamos, en fin, que ha sido posible un éxito para ilusionar a ciertas masas urgidas de creer en algo o en alguien ante el circo descomunal dominante de falacias y hurtos. Es muy probable que tal éxito, más temprano que tarde, engendre decepciones a granel porque en las cabezas hegemónicas están fabricándose las nuevas ilusiones que entrarán a competir por el mercado de las subjetividades y porque les urge desahogar las bodegas ya repletas de mercancías nuevas. Para evitar que te ilusiones por demasiado tiempo, siempre habrá una nueva tanda de decepciones oportunas y sedantes. Esto es una guerra cultural, también.
Algunos necesitan que la decepción se retrase lo más posible que, incluso, opere en “cámara lenta”. Hacen todo para alargar o corregir las ilusiones anestésicas que más ganancias aportan. Reciclan famas, resucitan próceres. Viajan a las catacumbas de las frustraciones para acarrear momias ideológicas o laboratorios de ignominia muy típicos de la guerra opresiva desplegada para aplastar todo programa emancipatorio de los pueblos. Filman películas, escriben canciones, telenovelas o series para “redes sociales”. La burguesía no se contenta con aplastar el poder adquisitivo de la clase trabajadora, invierte fortunas en destruir los estados del ánimo para imponer, entre las ruinas de las subjetividades, el imaginario del “esclavo feliz” agradecido por la opresión. Desorganizado. Entre mil otras canalladas.
Y también hay decepciones mustias, a caso duras y dolorosas pero silenciosas. No pocas veces rebeldes. De esas que se llevan clavadas entre pecho y razones. De esas demoledoras que se traban en las quijadas como parientes de la rabia. Decepciones paridas por un quebranto de la credibilidad sincera, del depósito de una confianza transparente quebrada con el martillo del engaño premeditado. Es muy compleja y contradictoria una tipología de las decepciones, por la red de subjetividades dominantes, algunas veces estereotipadas y otras veces emergentes, se presenta como el desafío de un mapa necesario si se aspira a construir escudos intelectuales de combate contra la desmoralización inducida. Está la lucha de grandes pueblos, indispensables, que siempre es histórica. Está el futuro que es posible y urgente sin amos, sin miedos, sin clases sociales y sin amargura.
Ninguna confianza en las ilusiones burguesas. Tampoco en sus fábricas de decepciones. Parte de la lucha semiótica que nos imponen los ejércitos del ilusionismo hegemónico, radica en desinflar “botargas”, mesías y globos de ensayo ideológicos. Poner a salvo el tesoro de la genuina fantasía y la ficción creadora, blindar el poder de la imaginación y darles dirección como instrumentos para la disputa por el sentido. Demoler los “castillos en el aire” burgués y detonar, con inteligencia humanista, “los cerros de Úbeda” por donde transitan las ensoñaciones fabricantes de desilusión e impotencia. La verdad no decepciona.