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Por: LUIS BRITTO GARCÍA

Complejo tema el de las relaciones consigo misma de una Humanidad única que se siente escindida por infinidad de divisorias económicas, políticas, sociales, culturales, estratégicas, algunas fácticas, otras imaginarias, siempre relevantes.

Comencemos por la agenda del antisemitismo, tema esgrimido como arma retórica de destrucción masiva con la cual se pretende a veces tener razón sin suministrar argumentos. Según la Biblia, era Sem uno de los hijos de Noé, reprobado por burlarse de la embriaguez de su padre. De él descenderían los pueblos que hablan lenguas semíticas vinculadas con el hebreo, tales como el arameo, el asiri, el babilonio, el sirio, el fenicio y el cananeo, el cual incluye a las lenguas del Cercano Oriente, entre ellas el árabe. Por extensión, se acostumbra discriminar como semitas a los pueblos del Islam.

Por tanto, tan antisemita es quien discrimina o persigue judíos, como el que persigue, discrimina o extermina musulmanes y árabes.

Las razas no existen, decía ya José Martí. Ninguna peculiaridad genética nos vincula con un credo religioso o político. Nuestras opiniones y creencias son inculcadas socialmente o desarrolladas de manera interna a partir de experiencias y razonamientos.

El poder, la riqueza y la religión heredadas destruyen la igualdad e imposibilitan la convivencia. El historiador hebreo Schlomo Sand, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Tel Aviv, parece haber demostrado que la mayoría de quienes actualmente profesan el judaísmo no descienden genéticamente de los antiguos pobladores de Judea, sino que fueron convertidos a dicha religión mediante intenso proselitismo en Europa, África y Asia, y entre otras muchas regiones en España, Holanda, La Meca, la Península Arábiga y Yemen.

Los hebreos son una Nación, en cuanto grupo humano que comparte un conjunto de valores culturales y aspira a que éstos perduren, al igual que son naciones todos los pueblos de la tierra.

Toda Nación tiene el derecho de aspirar a constituirse en Estado, pero todo Estado tiene asimismo el derecho de resistirse a ser destruido al extremo de que sus habitantes queden reducidos a nación.

Israel sólo tuvo un Estado propio entre el reino de David y la conquista asiria, los años 1000 y 722 antes de Cristo, vale decir, hace unos 3.000 años.

Por el tratado secreto Sykes-Picot, Francia, Rusia e Inglaterra se comprometieron en 1917 a repartirse los territorios del Oriente Próximo que habían estado bajo dominio de Turquía.

El mismo año, la Declaración Balfour afirmó que “El Gobierno de Su Majestad contempla favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo”. La ocupación británica se prolongó hasta 1947, cuando fue sustituida por la ocupación de la ONU, que planteó crear dos Estados, uno árabe y otro judío.

Para ninguno de estos tratados, declaraciones ni planes aportaron las potencias que los redactaron ni un centímetro de territorio propio: acordaron sacrificarles el territorio de Palestina, sin consultar tampoco a los palestinos, legítimos habitantes y poseedores continuos, ininterrumpidos e inmemoriales del mismo.

El disparate de retrotraer Palestina –pero no a las potencias ocupantes- a una mítica situación geopolítica de hace tres milenios, sólo podía imponerse por la fuerza. En 1948 los armados colonos israelíes agredieron Palestina, usurparon 78% del territorio, expulsaron 780.000 lugareños, les robaron sus bienes, y tras sucesivas victorias militares la convirtieron en el campo de concentración más grande del mundo, limitado por laberintos de infranqueables murallas y regido por el apartheid, estatuto de discriminación repetidamente condenado por las organizaciones internacionales. A pesar de ello, Palestina fue reconocida como Estado por la mayoría de los países de la ONU en 2012

Visité las fronteras llenas de ametralladas edificaciones y los campos de refugiados del éxodo palestino en Líbano, zonas de agobiante hacinamiento, con callejuelas de un metro de ancho y pobladores a quienes se prohíbe ejercer unas ochenta profesiones en el país que los acoge. De una docena de millones de palestinos, más de la mitad ha sido forzada a vivir fuera de su patria.

Quienes se proclaman instrumentos de Dios usualmente usan a Dios como instrumento. Lo que se debate en Palestina no es la primacía entre dos religiones que adoran al mismo Dios con rituales diferentes, sino la agresión armada del colonialismo contra pueblos que se niegan a ser despojados y exterminados.

Kennedy planteó una “relación especial” con Israel. Desde el gobierno de Lyndon Johnson, Estados Unidos y la Otan arman, asisten y financian a dicho país de manera continua y creciente a fin de mantener una cuña militar que facilite la rapiña sobre la energía fósil del Cercano Oriente. El secretario de Estado de Ronald Reagan, Alexander Haig, declaró que “Israel es el mayor portaaviones estadounidense, es insumergible, no lleva soldados estadounidenses y está ubicado en una región crítica para la seguridad nacional de Estados Unidos”.

Declaró Biden que su apoyo a Israel es “sólido como una roca e inquebrantable”. Gracias a ello, el sionismo detenta unas 400 bombas atómicas; dos portaaviones estadounidenses cercan la costa, dos mil soldados han sido destacados a la región; aviones, proyectiles y cohetes de la gran potencia norteña arrasan Gaza a pesar de que las leyes yankis vetan utilizarlos contra civiles; más de cinco mil palestinos han sido asesinados en una semana y otros dos millones de ellos agonizan en un campo de concentración al cual los bloqueadores no dejan llegar electricidad, combustible, medicinas, alimentos ni agua.

No hay guerra sin atrocidades porque no hay mayor atrocidad que la guerra. Podemos entender aunque no excusar las extralimitaciones de la víctima, pero no legitimar las del verdugo.

Mueve a solidaridad hacia un pueblo el cúmulo de atropellos cometidos en su contra. Nadie más merecedor de ella que el palestino, víctima de casi todos los crímenes y autor apenas del delito de defenderse.

Mientras una potencia y sus cómplices se atribuyan el derecho de exterminar mediante bloqueos al resto de la humanidad, todos somos palestinos.

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