Aviso

 

Luis Britto García
En  la vida de Bolívar siempre falta una pieza. Se sabe del dandy, del militar que declara la Guerra a Muerte, del hacendista que reserva la riqueza del subsuelo para la propiedad de la nación, del educador que se reconoce criatura de un utopista y del político que diseña el equilibrio de las fuerzas de un continente que a su vez servirá de contrapeso al mundo. Poco se conoce del visionario que escribe “Mi delirio sobre el Chimborazo”. Prosa romántica según unos, divertimento inexplicable para otros, el Delirio no cabe en las casillas en que los especialistas fragmentan a Bolívar. Pero justamente por esta irreductibilidad es la pieza que lo explica todo, el centro que coordina las misteriosas relaciones entre las partes.

    La vastedad americana, la multitud de los orígenes culturales del Mundo Nuevo podían, en efecto, asegurar la inevitabilidad de estrategas capaces de coronar la Campaña Admirable, de filósofos aptos para vislumbrar los grandes lineamientos del destino de un mundo y negociadores con habilidad para resolver a su favor la entrevista de Guayaquil. Lo que no se explica en modo alguno es que tantas y tan excluyentes modalidades del ser concurrieran en la misma persona. La lectura del Delirio nos permite transponer, literalmente, los umbrales del abismo que separa y a la vez reúne tantos rostros diversos.

     Concisamente, el Delirio narra la anécdota de un hombre que asciende una cima hasta entonces no hollada por la planta humana, para depositar en ella la enseña de su causa política, su poder, su gloria. Toda montaña es, simbólicamente, punto de encuentro entre la verticalidad del espíritu y la solidez de la materia, confluencia entre cielo y tierra, lugar donde la variedad y la vastedad de las determinaciones del universo sensible ascienden y a la vez se reducen a la unidad de la cumbre. También, montaña es límite del espacio, fin de toda ascensión y de todo camino. Por el abrupto término que opone a todo avance, la cima de un pico propone el comienzo de otra dimensión: la del tiempo. Si la historia del hombre es la de un animal que se hace preguntas sobre el tiempo, ello es porque éste no cesa de plantearle acertijos. Así como la cumbre evoca al tiempo, a su vez plantea al narrador –a todo narrador– los asfixiantes enigmas de si el universo es algo, si los instantes que los humanos llaman siglos pueden medir los sucesos, si el mundo entero no es menos que un punto en presencia del infinito.

     En un viejo mito griego, un hombre fue enfrentado con acertijos similares por otro fantasma, y la solución de ellos –que se refería siempre a la transitoriedad del instante– produjo la muerte del fantasma, y abrió al hombre el camino que lleva al poder y a renegar de la vista. En nuestra cortante mitología americana, por el contrario, el viajero viene desde el poder, y los enigmas, lejos de destruir el fantasma del tiempo, lo invitan, colocándolo desde ya en el centro de una mirada capaz de abarcar de un guiño los rutilantes astros, los soles infinitos. Si el arcaico mito griego redime el pecado del poder en la anestesia de la ceguera, la epifanía americana lo martiriza en el tormento de la luz, de la cual son metáforas y a la vez espejos las referencias del héroe a los cristales eternos que circuyen el Chimborazo, y también aquel inmenso diamante que le servía de lecho. Visión y luz acaecen aun con los párpados cerrados: dentro de ellas concluyen pasado, presente y futuro: la perfección de su horror consiste en que a través de ellas se vislumbra la presencia absoluta de la nada.

     Si en la aurora de la historia de Occidente un hombre perforó sus ojos para no contemplar lo insoportable, en la alborada de América otro hombre, inundado por la más arrasadora luz, todavía abre sus párpados para superponer a la claridad insoportable el transitorio vértigo de la voz de Colombia, el trajinar de los batallones, la miseria fisiológica y la muerte solitaria. Los pasos de esta última gesta se aprecian con justeza si se sabe que cada uno de ellos fue dado sobre el vacío, y en cierta manera contra y dentro de él. La penetración de esta mirada que verificaba exactamente el estado de las cabalgaduras y la metálica intendencia de la artillería y el secarse de la tinta en la sentencia de muerte se puede ahora juzgar sabiendo que al mismo tiempo veía en todos ellos el espacio que encierra la materia. El salón del dandy y el lomo de la bestia indómita y el gabinete del dictador y el lecho de amor y el de la agonía que con escrupuloso utilitarismo citó para enfatizar proclamas no fueron entonces más que concreciones superpuestas al desierto de tal espacio. El hombre, o la muchedumbre de hombres que peregrinaron dentro de ese ámbito fueron asombrosas consolidaciones de una voluntad capaz de evocar y materializar cualquier forma contra el telón de fondo del vacío. La crónica rememora profundos desalientos del Libertador. No le fueron nunca impuestos por los hechos: sus adversarios lo sabían infinitamente más peligroso vencido que vencedor. Si se quejó de haber arado en el mar, aun habiendo surcado la historia con un tajo imborrable, fue porque la luz insoportable lo hizo consciente de la levedad de todo paso humano en los piélagos de la eternidad. Porque sabía la nulidad de todos los gestos pudo asumirlos eficazmente.

     También, el que le encomienda el fantasma del tiempo antes de desaparecer: No escondas los secretos que el cielo te ha revelado; di la verdad a los hombres. Esta acre y fiel verdad está más allá de los archivos y de los onomásticos. Nuestra peculiar ceguera nos ha hecho creer en una América determinada por los sablazos de los chafarotes y los salivajos de los demagogos. La transparencia de un texto que nadie acepta nos hace comprender que la batalla y quizá el momento más importante de América tuvieron lugar silenciosamente, en el discreto momento en que un viajero adivinó los límites del hombre y los trascendió aferrándose lúcidamente a los despreciables juegos propios de un hombre o de un viejo, de un niño o de un héroe. Ese instante que acontece siempre y dura perennemente cada vez que uno de los peregrinos del tiempo es herido por la luz y comienza a consumirse encendido, como lo dice el propio Delirio, de un fuego extraño y superior.