
Cuando instalaron el teléfono en casa, estaba colgado de la pared, y su tintineo estaba rodeado de un aura en paridad con el destino. De día marcaba la sospecha: ¿quién será? De noche era una siniestra llamada que nos conmovía hasta descolgarlo y escuchar una voz querida. También se convirtió en una alarma de silencio, de repente sonaba en el pasillo y el silencio en la mesa era sepulcral.
Al aparecer el “smartphone” que guardamos en el bolsillo del pantalón, o colgado del cuello, se perdió la gravedad del destino. Es manejable y ligero. Ejercemos sobre él un pleno dominio en el sentido absoluto de la palabra. Escurrimos los dedos por la pantalla y nos da un sentido de libertad y de poder impensable. Se ha convertido en una prolongación del «yo». Su sonido de llamada ya no asusta a nadie, ya no estamos a disposición de quien nos habla -como en los teléfonos de antes-. Los permanentes toqueteos y deslizamientos de los dedos por la pantalla son unos gestos litúrgicos que nos manifiestan la conexión con la información total: la información que no me interesa, lo borro; la que me interesa le amplio con los dedos. Tengo el mundo bajo mi poder, bajo mi control. El smarphon refuerza nuestro egocentrismo. Al tocar la pantalla someto al mundo a mis necesidades. El mundo entero digitalmente está a disposición de mis intereses. El dedo es ahora quien pide comida, información y todo lo que toca invariablemente se convierte en mercancía. El abrir el smarphon el mercado mundial está a nuestro alcance.
En la comunicación digital “el otro” se ha despersonalizado; «el otro» está cada vez menos presente. Preferimos escribir mensajes de texto y así estamos más protegidos que en el trato directo. La palabra es la gran desterrada de la era digital. La ausencia de la voz y de la mirada del “otro” son los responsables de la pérdida de la empatía. Incluso, a los niños pequeños se les niega la mirada durante el paseo matinal con su madre, que lleva un aparato en sus manos –él también tiene en sus manos uno de estos artefactos digitales…-. A ellos también les han sumergido en el silencio de la palabra. El smartphone es el principal “infórmata” de nuestro tiempo. Hace superfluas muchas cosas, nos reduce las cosas del mundo sólo a información. No lo recibimos con lo que específicamente es. Los sentimientos, las guerras, la pasión y otras sensaciones humanas se convierten en información.
La sociedad está dominada por la información y reafirma que su ¿buen funcionamiento? se debe a ella, que sea necesario evaluarla y poner filtro de verosimilitud, es algo que delegamos en él, nuestras percepciones y valoraciones. La búsqueda de la verdad mediante el diálogo se vuelve imposible. Hay un «principio de autoridad» que le hemos otorgado, el diálogo está escondido y las «fake news» rodeadas de dignidad informativa invaden nuestros pensamientos. Hoy hay un mayor caudal de información que las riadas de primavera del Ebro. Desborda, duele y amodorra la facultad del razonamiento. Cuando cualquier cosa, sea la información, la política e incluso la educación, si están desprovistas de un pensamiento ético y verdadero, destruyen poco a poco a todos los «consumidores» porque donde no hay confrontación dialéctica adecuadamente encaminada a búsqueda de la verdad, el utilitario de este aparato se despersonaliza y pasa de ser una persona a ser un consumidor.
Lejos quedan los lectores y las tertulias en los cafés del pueblo, en las escaleras de entrada de las universidades, en las pausas de las empresas donde los pasquines sindicales eran desmenuzados punto por punto… y tantos y tantos lugares. El moderno sistema, divulgado en películas, videojuegos, smartphons etc. tiende a la masificación de todo lo que toca. ¿Pensamiento? Único. ¿Comercio? Tendencia a la desaparición del pequeño comerciante e imposición del comercio online. Vestido? Casi todos iguales…
Cuando se tiene el control de toda la información corremos el peligro de que en poco tiempo también ellos- los propietarios de los medios convertidos en monopolios- definan lo bueno y lo malo. Lo que es provechoso y maligno, pero lo harán en beneficio de unos pocos y con la complicidad de todos nosotros, porque el «principio más valioso» no será lo que conjuntamente encontramos, con diálogo y convergencia entre nosotros y nuestros intereses como personas y como pueblo. La dimensión social quedará oscurecida en aras de la “modernidad”, en aras de una uniformidad global.
Se manipulará la historia; los pensadores de todas las culturas serán silenciados; los libros serán censurados – retirados de las bibliotecas-; «lo que nos conviene» será sustituir por lo que «nos interesa». Y las dimensiones morales y éticas quedarán en el cubo de la papelera. O estamos alerta o las lamentaciones serán calamitosas.