Marta G. Franco escribió ‘Las redes son nuestras’ pensando en la gente que no vivió los años en los que internet prometía ser una herramienta para construir mundos mejores. Por eso ofrece retazos de ese tiempo y ejemplos presentes de lo que la red de redes podría ser.
El verano de 2024 se recordará como el momento en que la conversación en la red social X, anteriormente conocida como Twitter, decayó definitivamente. Millones de usuarios dejaron de participar o directamente huyeron ante la constatación de que se ha convertido en un lugar inhabitable, un espacio incompatible con la expresión democrática, un amplificador de las variadas modalidades de la propaganda de extrema derecha. Una plataforma a imagen y semejanza de su propietario, el magnate Elon Musk.
No siempre fue así. Desde su fundación en 2006 por la empresa de Jack Dorsey, la red de microblogging ha mutado de tablón de anuncios virtual con mensajes de 140 caracteres a foro de discusión global hasta llegar a ser el medio de comunicación de referencia en el siglo XXI. El que fijaba la pauta de la actualidad, marcaba las tendencias y generaba realidad. En el que había que estar para existir. La entrada en escena de Musk, multimillonario megalómano creador de utopías para las élites y usuario adicto a Twitter, lo ha transformado en otra cosa. Musk compró el juguete por 44.000 millones de dólares en octubre de 2022 para destrozarlo a capricho en unos pocos meses: despidió a los directivos y al 80% de la plantilla, lo renombró como X, desarrolló un sistema de pago para usuarios premium con algunas ventajas y, sobre todo, lo convirtió en la voz de su amo, un megáfono potente para los mensajes de odio propagados por individuos y organizaciones de extrema derecha. Que ya estaban allí, pero vieron cómo la llegada de Musk les abría las puertas a una mayor audiencia.
Si Musk perseguía el negocio con la adquisición de Twitter, la operación no podía haberle salido peor: según la revista económica Fortune, los ingresos de la compañía han caído un 84% en estos dos años. Si su intención era ganar relevancia política, tampoco está claro que lo haya conseguido: poner, como ha hecho, la plataforma al servicio de la campaña de Donald Trump para las elecciones presidenciales en Estados Unidos no parece la maniobra más indicada para mejorar su imagen.
“La decadencia de las plataformas sociales ha avanzado de manera proporcional a la percepción de que son un problema para la democracia”, se lee en Las redes son nuestras (consonni, 2024), un ensayo en el que Marta G. Franco recuerda que en otro momento, no hace mucho, las redes sociales como Twitter fueron otra cosa. También aporta algunas guías y ejemplos de cómo hacer posibles redes con valores y funciones bien distintas a las que ofrecen actualmente. Convencida de que internet puede ser un territorio donde “aprender, colaborar y avanzar hacia algo que se parezca mucho más al mundo donde nos gustaría vivir”, la autora sugiere que “si nos importan la privacidad y el extractivismo tenemos que ir abandonando poco a poco las plataformas sociales comerciales”. Aunque también apunta que este gesto no está al alcance de todo el mundo, ya que hay vínculos y necesidades laborales y afectivas que lo impiden.
En las páginas de Las redes son nuestras se destaca el papel que las redes sociales, concretamente Twitter, desarrollaron en experiencias colectivas como el 15M y cómo esa potencia comunicativa fue absorbida posteriormente por empresas que cerraron el grifo. Marta G. Franco habla también de tres “robos” en la historia de internet. El primero sucedió cuando la infraestructura creada con financiación pública para posibilitar la existencia de la red acabó en manos de empresas privadas. En este sentido es muy pertinente la mención al caso de España, donde la empresa pública Telefónica se encargó de montar la RedIRIS, con la financiación del Ministerio de Educación y Ciencia. A mediados de los años 90 comenzaron a aparecer multitud de empresas privadas que ofrecían ese servicio de conexión a internet. Telefónica fue privatizada en 1997 por el Gobierno de José María Aznar, cerrando la operación que había iniciado Felipe González.
El segundo robo fue la monetización y generación de negocio por parte de empresas con la creación de contenido de carácter altruista llevada a cabo por usuarios de la llamada web 2.0 a principios de siglo XXI.
Y el tercero, según la autora, se ha producido cuando las redes sociales, convertidas ya en sinónimo de internet, han sido tomadas por ejércitos de bots y los algoritmos han puesto a funcionar la maquinaria para privilegiar determinados mensajes y contenidos que generan enganche y conflicto, desde unas posiciones muy conservadoras. “Las herramientas que antes nos fueron útiles ahora nos son ajenas”, resume Marta G. Franco, precisando que “las plataformas de la web 2.0 nunca fueron nuestras, pero durante muchos años nos sirvieron, más o menos, para dialogar, aprender, conocer gente, mantener amistades, difundir ideas disruptivas y hacer política”.
Lejos de la internet comercial y privativa, Las redes son nuestras también valora la actividad de hackers que, a principios de siglo XXI, actuaban con lógicas opuestas a las empresariales. La organización de hacklabs, el desarrollo compartido de software libre y otras acciones militantes digitales son glosadas en el libro en una mirada al pasado que se complementa con la del presente y el futuro, mencionando ejemplos que hoy recogen parte de aquellas enseñanzas para mantener viva la llama de una red de redes útil a la hora de mejorar el mundo que habitamos, dentro y fuera de la pantalla. “La lucha por internet no es más importante que las luchas climáticas, sindicales, decoloniales, antirracistas, antifascistas, por la salud mental, por la vivienda, por la justicia epistémica… pero internet sí es una herramienta sin la que muy difícilmente podremos avanzar en todas ellas”, opina Marta G. Franco.
Tu biografía en el libro dice que eres habitante de internet desde 1999. ¿Te reconoces en esa descripción?
Me parece honesto y necesario indicar desde qué lugar se escribe un ensayo. Por eso, la biografía dice que llevo 25 años en internet y también hay un capítulo en primera persona en el que cuento cómo utilizamos las redes sociales en el ciclo del 15M, lo que llamábamos tecnopolítica. El resto del libro abre el foco y aporta, creo, una visión bastante más amplia.
¿Las redes son nuestras es un libro para habitantes de internet de larga trayectoria como tú o también se dirige a habitantes de la red más recientes?
Lo escribí pensando más en la gente que no vivió aquellos años en los que internet prometía ser una herramienta para construir mundos mejores, o que los vivió pero menos intensamente, aunque hay personas de aquella generación de hacktivistas que me han contado que disfrutaron mucho leyéndolo porque recupera momentos que habían olvidado.
¿Qué supondría hoy dejar de ser habitante de internet, renunciar a esa condición?
Hablo de ser “habitante” para reivindicar una forma de estar en internet distinta a la de “usuaria”. Ser habitante de un lugar supone tener cierta agencia y conciencia del espacio en el que vives, convivir con tus vecinas y aspirar a mecanismos democráticos para la gestión de lo común. Casi todas las personas hemos renunciado a ser habitantes de internet porque solemos ser usuarias pasivas de unas pocas plataformas privadas, sin cuestionar cómo nos vienen dadas ni intentar incidir sobre su gobernanza. Mi propuesta pasa por recuperar la noción, y el deseo, de que en internet debe haber espacio público y comunal.
Dices que “las fuerzas del mal se reorganizaron: aprendieron de nuestras tácticas de inteligencia colectiva”. ¿Por qué no iban a hacerlo si fueron tácticas efectivas?
Cuando más consiguen avanzar los movimientos sociales es cuando exploran tácticas novedosas. Siempre sabemos que los reaccionarios van a intentar neutralizarlas, pero eso no es motivo para dejar de probarlas, ni de celebrar los avances conseguidos mientras tanto. Otra cosa que digo sobre esta apropiación de las redes sociales por parte de la ultraderecha es que no lo hacen simplemente copiando las tácticas de guerrilla. Toman las redes con bots y trols a sueldo, invirtiendo en contenidos y publicidad y en coordinación con tertulianos en todas las televisiones, líneas editoriales de periódicos, etc. Además, cuentan con la complicidad de empresas como Meta, Google o X, que no les ponen freno porque alimentan su modelo de negocio. O sea, no es que la ultraderecha sea más lista, es que tiene más dinero y poder.
¿Lo sucedido en las redes sociales comerciales durante la última década, su evolución, viene a confirmar la manida cita de Audre Lorde sobre las herramientas del amo y el desmontaje de su casa?
Esa frase tan cierta la escribió Lorde en un texto precioso en el que habla sobre las diferencias dentro del movimiento feminista y la necesidad de aprender a hacer causa común. No me interesa mucho el debate sobre si tiene razón quien rechaza cualquier herramienta de las big tech o quien toma una postura más utilitarista… Es una variante del clásico “revolución o reforma” y es irresoluble. Igual que necesitamos gente en la política institucional y movimientos combativos en las calles, necesitamos abogadas intentando que las big tech cumplan la ley de protección de datos y hackers montando servidores autogestionados. Que cada cual apriete donde prefiera, lo importante es movilizarse.
Con la experiencia de casi dos décadas de redes sociales, ¿para qué sirven en 2024 si, como dices, ya no valen para hablar de política ni para informarse de la actualidad ni para hacer activismo u organizarse políticamente?
Las plataformas de redes sociales comerciales sí sirven para hacer política a quienes tienen recursos. Lo que ha pasado es que ya no basta con tener ingenio para hacerse viral, necesitas presupuesto para publicidad, para crear contenidos competitivos a ritmo vertiginoso y probablemente también para falsear un ejército de fans que multipliquen tu alcance y ataquen a tus rivales. Quien solo aspire a informarse o conocer a gente con la que organizarse, necesita bucear por cantidades ingentes de contenidos tóxicos para encontrar algo de provecho. Seguimos en ellas por inercia, o porque no hay alternativas que nos convenzan, pero realmente ya no nos dan lo que estábamos buscando cuando llegamos.
Dices que hace falta un ejercicio de memoria histórica de internet para reivindicar lo que han hecho agentes que no aparecen en los relatos de emprendedores de éxito. ¿Por qué es necesario ese ejercicio?
Hay mucha gente que no sabe que internet es fruto de financiación pública, de la comunidad científica, del activismo de base y de la colaboración de miles de personas en muchos lugares. Conocemos mucho sobre los mitos fundacionales de Silicon Valley, mientras se lee muy poco sobre otros actores y lugares relevantes. Faltan el CERN, los hacklabs o Indymedia, se nos olvida que Wikipedia lleva años en el top de webs más visitadas del mundo… Me parece que ese es uno de los motivos por los que no hay esperanza, por los que no nos atrevemos a imaginar que pueda existir lo digital sin el control de cuatro o cinco grandes empresas, y por eso necesitamos hacer memoria.
Mencionas la necesidad de que las infraestructuras digitales sean consideradas servicios públicos. ¿De qué manera mejoraría esto la relación con internet de la ciudadanía?
Lo que ocurre con la internet actual es que prácticamente no hay espacios públicos en ella. Es como si nuestras vidas en línea estuvieran ocurriendo en centros comerciales (las grandes plataformas). Al igual que exigimos a nuestros gobiernos que inviertan en calles, parques o bibliotecas, deberíamos exigirles que inviertan en infraestructuras digitales, tanto servidores como software libre. Por supuesto, lo público tiene sus límites y sus problemas, pero siempre va a ser más democrático que lo privado.
Afirmas que la sociedad civil tiene la imaginación y la capacidad de innovación para construir infraestructuras digitales con vocación de ser espacios comunes. ¿Cómo se podría lograr que esas infraestructuras construidas desde abajo fuesen mayoritarias, de uso habitual, y no un gueto?
Tenemos que pensar en protocolos de interoperabilidad y no en plataformas. El ejemplo clásico es el correo electrónico. Si yo tengo una cuenta en Gmail, puedo escribir a tu correo @elsaltodiario.com o al de alguien que tenga su propio servidor autogestionado, porque comparten el mismo protocolo y se entienden. Esta lógica es la que sigue el fediverso: ya existe un protocolo abierto (ActivityPub) que permite que construyamos redes sociales que se comunican entre sí, y que puedes usar desde el servidor que quieras. La más famosa es Mastodon, y existen servidores de Mastodon gestionados por colectivos de hackers, por grupos ecologistas, por universidades, la BBC, la Comisión Europea… Lo importante es que tú tengas las posibilidad de elegir cuál habitar, sin quedarte encerrada a expensas de lo que decida el magnate tecnológico de turno. Si no te gusta, te puedes cambiar de servidor y podrás seguir conectando con tu gente. La arquitectura descentralizada con protocolos comunes es la que nos va a permitir construir alternativas sostenibles, escalables y que no sean guetos.
También planteas que es posible que haya que potenciar más cauces de colaboración público-privada. ¿No sería facilitar un nuevo “robo” de lo privado a lo público como los que citas con respecto al origen de internet?
Idealmente, internet sería un procomún. Pero en un horizonte posibilista, parece más viable la cooperación a tres bandas: pública, privada y de la sociedad civil. Para evitar que las empresas acaben privatizándolo todo, hay varias estrategias que pasan por la regulación y el control y también, más interesante, por un diseño que desde el principio contemple la descentralización. El camino a seguir sería el de los protocolos y el software libre, con todas sus libertades y la cláusula legal que prohíbe que sea privatizado. Este último matiz es lo que lo diferencia del modelo open source, que ya hemos visto que sí puede ser controlado y explotado por las grandes tecnológicas. Además, habría que ahondar más en la gobernanza democrática.
Una idea en la que insistes es la necesidad de regulación y control para evitar los desmanes de las empresas tecnológicas. ¿Ves indicios en esa dirección por parte de las administraciones públicas, cabe esperar que lo hagan?
La Unión Europea está dando pasos en ese sentido con varias directivas y relativa diligencia en aplicarlas. Ya hemos visto a Meta pisar el freno con Threads y su IA en Europa, se ha frenado el Worldcoin de Sam Altman y hay multas multimillonarias a Google y Apple. Creo que esto ocurre dentro de un marco general poscovid en el que hasta Biden y Draghi han dicho que se acabó el tiempo del neoliberalismo extremo… Evidentemente, estos movimientos nos van a parecer insuficientes, y aquí podría ir la frase de Audre Lorde en mayúsculas. A mí me interesa más la capacidad de la sociedad civil para organizarse y construir alternativas, como está sucediendo con el fediverso y Mastodon, pero el problema es de tal magnitud que no podemos renunciar a ningún frente y habrá que buscar alianzas múltiples.