La Audiencia de Barcelona ordenó hace unos días retirar de las farmacias un medicamento genérico que ahorra 380.000 euros diarios a la sanidad pública, en beneficio del que está protegido por derecho de patente. Otro ejemplo más del efecto social tan dañino de este último cuando se aplica a productos esenciales para la vida humana.
La patente es el derecho que permite que el descubridor de algún producto lo pueda vender en exclusiva y al precio que desee durante un determinado periodo de tiempo. En otras palabras, lo que hace es concederle un monopolio en el mercado.
Cualquier estudiante de primero de Económicas sabe que el monopolio es un tipo de mercado en el que, gracias al poder del que disfruta el vendedor, se produce y vende menos cantidad y a un precio más elevado que cuando hay competencia. Produce beneficios extraordinarios a costa de un racionamiento artificial del producto, mucho más indeseable cuando afecta a bienes o servicios de primera necesidad, como medicamentos, vacunas o cualquier otro tipo de suministros esenciales. Y en perjuicio también de la expansión de las innovaciones y del desarrollo tecnológico, puesto que quien disfruta de una posición de monopolio trata de mantener el privilegio y la venta que eso le concede sobre sus competidores durante el mayor tiempo posible.
El monopolio que generan las patentes es incompatible con el principio de libre competencia que se supone rector de la economía capitalista. En realidad, no puede haber «mercados libres», economía de libre mercado como llaman al capitalismo, allí donde haya patentes, es decir, monopolios. Pero lo curioso es que quienes defienden el capitalismo aseguran que son necesarias para que se produzcan inventos, se lleve a cabo innovación y haya progreso tecnológico y social. Dicen que, de no existir, a las empresas no les compensaría dedicar dinero a invertir en innovación, puesto que no podrían recuperar en forma de beneficios posteriores el gasto previamente realizado.
Esto último es completamente cierto. Ninguna empresa privada investigaría si no gana dinero con ello. Las patentes son, efectivamente, el gran incentivo que proporciona el capitalismo para poder generar el extraordinario avance tecnológico que siempre ha llevado consigo.
Pero si eso es cierto, que lo es, lo que no puede decirse al mismo tiempo es que la ventaja del capitalismo respecto a otros sistemas económicos es que se basa en la libertad y en la plena competencia. Dígase, entonces, que su motor es el monopolio, que para poder crearlos se necesita concentrar cada vez más los capitales, y que todo ello se consigue a costa de producir menos, a precios más caros y dejando, por tanto, fuera del consumo a la parte de la población que carece de dinero suficiente .
En cualquier caso, ni siquiera esa es la cuestión principal. Lo relevante es, en primer lugar, que no es cierto que para inventar y desarrollar innovaciones sea necesario que haya patentes concedidas al capital privado. En segundo lugar, que aunque fuese verdad que son imprescindibles, lo que habría que plantear es si el coste social que eso lleva consigo es superior al beneficio privado que proporcionan y, por tanto, si conviene que la investigación se deje en manos privadas. Y, finalmente, que el sistema de patentes se basa en un supuesto de propiedad privada que es también infundado, como explicaré fácilmente enseguida.
Vayamos rápidamente por partes.
Lo primero que hay que saber es que reconocer el derecho de patentes es una decisión política y no una exigencia económica. Numerosos estudios científicos y evidencias históricas han mostrado que hay multitud de inventos e innovaciones que se han realizado sin necesidad de haber protegido al capital privado concediéndole el monopolio. Cualquier lector puede indagar en la red donde encontrará estudios que lo demuestran en diversas etapas históricas (por ejemplo, aquí y aquí o en algunos artículos míos sobre el caso de las vacunas, como este).
Lo segundo a tener en cuenta es que, siendo cierto que las patentes son imprescindibles para que haya inventos e innovaciones en el sector privado, lo que habría que plantear es si el sistema de monopolio y, por tanto, de racionamiento y mayor precio, es decir de exclusión del consumo e insatisfacción que lleva consigo, compensa a la sociedad, si no tiene alternativa o si no se deben limitar sus efectos negativos.
El ejemplo de la Audiencia de Barcelona es claro, pero se podrían poner cientos de otros semejantes. Téngase en cuenta que las empresas que venden los medicamentos en régimen de patentes o monopolio lo hacen a precios que pueden llegar a ser docenas de veces más altos que su coste. Dean Baker, por ejemplo, mencionaba el caso de un medicamento contra hepatitis C que se vende en Estados Unidos a 84.000 dólares mientras que su genérico cuesta en la India 300 dólares, 280 veces más caro. ¿Debe permitirse o es lícito que el desarrollo de productos esenciales para la vida humana, como las vacunas, dependa de que algunos monopolios privados obtengan beneficios tan extraordinarios? Incluso sin necesidad de eliminar por completo el derecho a las patentes del sector privado, muchos economistas han propuesto sistemas alternativos que no provoquen resultados tan exageradamente costosos para el interés público y la salud y el bienestar humanos. Sobre todo, porque es también una evidencia que las patentes, sobre todo farmacéuticas, están estrechamente vinculadas a la corrupción, a prácticas fraudulentas y a delitos de todo tipo, con frecuencia, muy difíciles de combatir. Así lo denunciaba hace un par de años incluso un medio tan poco sospechoso de radicalismo como The New York Times.
Finalmente, hay que mencionar un hecho que pasan por alto quienes defienden las patentes y, sobre todo, que no se limite su alcance en ningún caso. Aunque sea cierto e incluso justo que una empresa que ha invertido en desarrollar un nuevo producto se beneficie de su venta posterior, no puede olvidarse que ninguna empresa del planeta, absolutamente ninguna y en ningún caso, podría hacerlo sin apropiarse de un acervo de conocimientos común y previo por el que no paga. Algo que se hace especialmente inaceptable cuando se permite que se reconozcan patentes sobre semillas u otros productos naturales.
Siendo esto último así, resulta completamente injusto que quien posea una patente no devuelva al común la parte del beneficio que obtiene gracias al saber acumulado o a la investigación previa que se realiza, por ejemplo, financiada por el sector público.
Se habla muy poco de las patentes y, cuando se hace, siempre suele ser para darle voz a quien las defiende en favor del capital privado. Sin embargo, sin límites y sobre recursos esenciales para la vida, siguen siendo uno de los mayores obstáculos para lograr socializar de verdad el progreso, para conseguir ahorros millonarios en las cuentas públicas y, curiosamente, para que el capitalismo tuviese de verdad las ventajas que dicen que tiene sobre otros sistemas económicos alternativos. Tal como hoy día funcionan, son un derecho auténticamente inhumano. Los partidos progresistas y las organizaciones sociales deben hacer un esfuerzo para poner este asunto en primer plano de su agenda y del debate público.