Aviso

 

La siguiente columna fue coescrita por Patricio Mery Bell y Jorge Molina Araneda

 

“La cuestión no es predecir el futuro, sino estar preparado para él” 

Pericles, 500 a.C. 

 

La postmodernidad y el pragmatismo nos permiten cruzar los límites clásicos de puntos de vista y visiones de mundo enfrentadas durante décadas. Debates como el tamaño del Estado, el centralismo económico o la liberalización extrema de la economía están en decadencia.  

Las sociedades del primer mundo han apostado por regímenes mixtos. Generan riquezas pero las distribuyen de forma más equitativa. Fomentan el emprendimiento y la innovación privada pero mantienen regulación de sus mercados. Garantizan derechos sociales como salud, educación o vivienda pero sin afectar el libre mercado.  

Si algo quedó claro durante la pandemia del covid19 es que nadie puede salir por sí solo de una crisis. El mundo cambiará, esperamos que para mejorar. Mientras en los países desarrollados se mantienen más cerca de la fuerza de la ley, en los países no desarrollados se regocijan de ejercer la ley de la fuerza.  

Lo colectivo está triunfando, por las circunstancias, a lo individual. Nadie puede salir de una crisis de esta envergadura solo. Compartir la riqueza significa aumentar el consumo y la necesidad de bienes y servicios, esto dinamiza la economía y los mercados, lo que provoca mayor riqueza, desarrollo y crecimiento.  

Trabajadores seguros y satisfechos producirán más y mejor que trabajadores explotados y esclavizados. Los países con mejores índices de calidad de vida son además los que cuentan con mejores indicadores económicos.  

Producir más y mejor con una mirada sustentable y sostenible son la opción para enfrentar la crisis global. La comunidad Europea lo estableció claramente, apostará por la economía basada en el desarrollo de las TICS y en la economía verde. No es casualidad que los mejores países para vivir se encuentran en Europa. Aunque Asia y Asia-Pacífico avanzan a pasos agigantados hacia el desarrollo y el buen vivir. La industrialización China, el crecimiento sostenido de Vietnam por veinte años o el manejo ejemplar de la pandemia por parte de Malasia, nos obligan a mirar hacia el Dragón y su larga cola  con respeto, humildad y receptividad.  

¿Qué hace Europa mejor que América del Sur? 

Antes de responder, la honestidad obliga a decir que Europa, en el pasado, se enriqueció de África y América, y que hoy, de vez en cuando, por acción u por omisión apoyaron las guerras en contra de Irak, Afganistán y Siria,  siguen los pasos de los Estados Unidos robando petróleo, oro y tierras sucias en Medio Oriente,  no obstante su prontuario, la mayoría del tiempo son sociedades bastante civilizadas que cuidan de sus ciudadanos. 

Nos encantaría tener exactamente el mismo modelo de vida que disfrutan los británicos con su “monarquía comunista” disfrazada de capitalismo para Sudamérica.

¿Se imaginan a madres solteras recibiendo de regalo o a muy bajo costo viviendas como apoyo social, profesores ganando tres mil libras mensuales –más de tres millones de pesos- o pobres y ricos viviendo en el mismo edificio? Todo eso lo vi en Londres.  

Si cualquiera de los líderes progresistas de América del Sur quisiera implementar esto en nuestros países ya hubiesen sido fusilados bajo acusación de ser marxistas leninistas. Por mucho menos han sido apresados y perseguidos. Combatir en muchos casos por no llevar el amén a las políticas anti libre mercado del FMI, del Banco Mundial y de los gobiernos opresores instalados en Washington.   

Los países desarrollados apostaron por economías de servicios, tecnología e industrialización. Europa casi no tiene recursos naturales. Es paradójico que en los continentes más ricos en materias primas es donde existe mayor pobreza y desigualdad.  

¿Por qué América Latina no logra salir del subdesarrollo? 

Respuestas hay tantas como analistas, desde mi perspectiva la principal responsabilidad de esto la tienen nuestras elites económicas que paradójicamente estudiaron en Europa y Estados Unidos pero, al parecer, solo aprendieron lo malo de esos países y no lo bueno. 

Nuestras elites son mediocres. Están sobre ideologizadas. Subyugadas a las transnacionales y a modelos bastantes básicos de generación de riqueza. Concentran y acumulan en vez de compartir y redistribuir la riqueza para generar más riqueza. Prefieren exportar cacao antes que apostar por producir chocolate. Optan por chipear árboles en vez de ser la cuna de los bonos verdes. Venden el concentrado de cobre para después  comprar cables, autos y tecnología confeccionados con el mismo material exportado.  Regalan el litio para posteriormente recibir pilas.  

Da la sensación que a las oligarquías sudamericanas les gusta estar esclavizadas a los grandes imperios. No han abandonado el vasallaje. La alta burguesía americana no tiene el fuego interior de transformar y liderar el mundo, no se atreven a fomentar y luchar por una “revolución francesa”, no son capaces de provocar una “revolución industrial” o incluso  de ser pioneros en la investigación “biogenética”. Las condiciones naturales de nuestro continente la hacen un lugar ideal para combinar la investigación, la producción  y la generación de valor agregado de mano de la tecnología. ¿Se imaginan un laboratorio médico de análisis e investigación ubicado en la selva amazónica? ¿O transformar a Sudamérica en el centro mundial de la generación de energías limpias, renovables no convencionales?  

Para todo esto se necesita de visionarios, de políticas públicas innovadoras que apoyen el emprendimiento y sobre todo de un cambio de la matriz cultural. Jamás saldremos del subdesarrollo mientras nuestras oligarquías no abandonen la mediocridad intelectual y el vasallaje. Es absurdo que siendo el continente más rico en recursos naturales estemos entre los peores en desigualdad, pobreza  e inequidad.  

Un planteamiento fundamental es el que bajo el nombre de desglobalización reclamamos el derecho de cualquier país a desarrollarse por sí mismo de modo independiente pero interconectado. El libre comercio se sustituye entonces por una red de acuerdos comerciales, no de tratados de libre comercio que atacan la soberanía y no fomentan una relación justa entre estados-nación. El quid estratégico consiste en cambiar la orientación exportadora como la presunta solución óptima para superar la pobreza por una orientación interior de la economía. Desde esta perspectiva se otorga más importancia a la creación de capacidad interna que al poder de exportación; muy en línea con la necesidad de contar en caso de pandemias o crisis globales con soluciones unitarias que garanticen a lo menos soberanía económica, alimentaria y energética.