Aviso

 

Así como en la iconografía cristiana es emblemática y universal esa escultura de La Pietá  de Miguel Ángel después reproducida en cientos de esculturas y pinturas a lo largo de los siglos entre las más célebres la de  Tiziano, Crespi y Rubens, y que muestra el dolor del mundo recogido en una  madre, de esa misma forma, este mayo de 2021 Colombia ha  visto la escena de madres  desesperadas impotentes arropando el cuerpo del hijo adolescente a quien un policía le acaba de propinar un balazo dejando expuesta su masa encefálica sobre el pavimento. Esa preciosa materia donde estaban depositados los libros que leía y el policía no, las canciones que componía y el policía no, las consignas que creaba y coreaba y el policía no,  los sueños que soñaba y el policía no. ¿Su crimen? Marchar pacíficamente, ejerciendo el derecho de protestar contra el gobierno  de su país para el que se agotaron las palabras con que el diccionario describe la iniquidad.

Esas Pietás colombianas  como si fueran un performance que quisiera reproducir aquel dolor que dio origen  a la cristiandad, las ilustra muy bien la imagen de Leidy Cadena, una joven universitaria de Bogotá a quien una bestia policial le introdujo en el ojo una bala de goma cuando alegremente desde un andén, animaba la  marcha que festiva y enérgica desfilaba por la principal vía de Bogotá  denunciando los oprobios de un gobierno fascista. Veamos ese rostro.

Ha sido un final de abril y comienzo de mayo, catorce días ya, donde las calles se han teñido de sangre juvenil, aproximadamente cincuenta muertos, más de quinientos desaparecidos  casi mil heridos y más de dos mil capturados –con su reglamentaria sesión de garrote en el camino-, bajo cargos naturalmente de terrorismo y vandalismo.  Sin que haya faltado la violación de muchachas en instalaciones policiales, algunas bajo la regocijada mirada de colegas del depravado. Espantosa realidad de la  que la gente que no está en la calle o  es indiferente al drama de  este país,  sólo se entera si  es usuaria de las redes sociales, o tiene acceso  a los noticieros internacionales. Nunca, como por desgracia sí ocurre con millones, es víctima de la nueva estrategia de guerra instaurada por el poder imperial capitalista, cuyo objetivo son las mentes de los incautos y los despreocupados. Colonizarlas  a través de la información, tarea que está cumpliendo ¡y en qué forma! el periodismo de  radio, prensa y televisión, que en esta desgarradora coyuntura para el agraviado pueblo rebasa los límites de la infamia. Tanto, que su actuar se equipara al de los policías que cometen los crímenes. Porque los medios  colombianos hacen el trabajo sucio de negarlos, tergiversarlos, desvirtuarlos y si el caso es demasiado evidente por la contundencia de las imágenes que lo acreditan, lo edulcoran en el propósito de  hacer sentir compasión por el “servidor público” que en mala hora y sin querer, quizás, presuntamente cometió un error.  Sólo un error.

Ese aparato ideológico de dominación cumple tan  burda y groseramente su función en la actual movilización colombiana, que con total desprecio por la justicia que les asiste y por la aflicción de los cientos entre muertos, mutilados y heridos que ella ha dejado, sin sonrojo centralizan su información  en los policías muertos, los policías heridos, la destrucción que los vándalos van dejando su paso. Policías muertos y heridos de los que nunca nadie sabe después, ni sus nombres, ni sus honras fúnebres, ni las lesiones que habrían sufrido. Ningún policía ha perdido la vida en las protestas. Sólo un oficial de inteligencia de jerarquía intermedia, fue muerto por la masa que persiguió  a un sujeto de civil que con el arma camuflada, disparaba a los manifestantes.  Huyó aterrorizado al ser descubierto, y  fue apuñalado por varios de los que lo perseguían, no sin antes herir a algunos de los perseguidores que  lo acorralaron suponiendo con razón se trataba de un delincuente infiltrado.

Los actos de vandalismo, ajenos a las multitudinarias concentraciones, son magnificados  por el periodismo colombiano centrando en ellos la protesta, y escondiendo lo innegable que otra vez el prodigio de los móviles ha dejado saber: los vándalos son policías de civil o llevados  y amparados por ellos, que disparan, rompen vidrieras,  asaltan y saquean negocios. Y claro, iniciado el desorden, naturalmente a él se suma cualquier cantidad de “lumpen proletariado” que llamaba Marx, presente en las marchas esperando  su oportunidad. Pero esos no son los manifestantes. Esa no es la protesta. Tampoco es responsabilidad de los convocantes.

Y ¿cuál es el gran negocio, el gana -gana  del gobierno, la policía y la clase dominante en el juego sucio del vandalismo? Es el permitirles deslegitimar la protesta popular porque esta es violenta y pacífica, lo cual es el  requisito primero para ser un derecho a garantizar; los manifestantes no están en plan de construir sino de destruir y violan derechos de terceros y del común al destruir negocios y afectar el transporte. Por ello, nunca es más legítima la represión violenta de la policía en defensa de la mayoría, de “la gente de bien”. Que en Colombia dicho sea de paso, es la que no sale a protestar, la que está frenéticamente en contra de ella. Entonces, siguiendo ese manual, el desprestigiado presidente Iván Duque glorifica las acciones criminales de la policía, reclama el afecto ciudadano para sus miembros y les ratifica lo que en Colombia  es el más devaluado de los títulos: su condición de héroes. Violaciones, ninguna. Asesinatos, ninguno, amputación de ojos, ninguna.

Y en la represión de esta explosión social múltiple, festiva, indignada y artística, no “castrochavista”, obra del terrorismo internacional, financiada por el narcotráfico o las disidencias de las FARC  ni acción de Nicolás Maduro como con delirio braman desde el poder  oficiantes y monaguillos, en esa represión repetimos, el gobierno y su brazo armado perdió la compostura, los mínimos modales que aun el crimen ha de tener. Porque si la perversidad propia del poder cuando se ejerce contra las mayorías hace que el asesinato le sea consustancial en Chile como en Palestina, en Colombia o en Myamar, lo de fórmula es que este tenga la forma  “piadosa” de un disparo letal del cual la víctima no alcanza a saber. Es un crimen “aséptico” que ayuda a no hacer mella en la conciencia del victimario. Pasó de moda eso tan brutal e inconcebible de “en tiempos de bárbaras naciones” que dijera el patriota italiano Ugo Fosco, de que a la gente se la matara a garrote. En Colombia no ha pasado de moda. Las evidencias fílmicas y gráficas de policías dándole garrote hasta matar a participantes de este mayo del 68  en la Colombia del 2021, obligan la autocensura. Tanto afecta la sensibilidad de quien las ve.

Pero lo anterior no es nuevo ni es espontáneo. Es estratégico. Y tampoco exclusivo de Colombia. Es un diseño trazado para reprimir con la mayor violencia la creciente inconformidad popular frente a la pérdida de calidad de vida y de esperanzas de sectores cada vez mayores de la población, y vía terror, desmoralizarla y desmovilizarla. Esto, desde cuando se  instituyó el Consenso de Washington, y el capitalismo entró en la nueva etapa neoliberal. Que como decían hasta hace cincuenta años las cartillas de enseñar a leer a los más pequeños, “la letra con sangre entra”. Y la gran paradoja en esta estrategia que demuestra que la concupiscencia del poder, de la  dominación de los menos sobre los más y la solidaridad entre los primeros, sobrepasa toda consideración: ¡en ella confluyen el sionismo y el nazismo! Insólito pero cierto. Sabemos que los israelíes son los  proveedores para estos países tercermundistas, de armas de todo tipo de letalidad para reprimir el descontento popular. Y son además instructores de  militares y policías, en técnicas de represión: interrogatorios, torturas sin huellas, infiltraciones, espionaje y sabotaje. Es más: se acaba de saber en Colombia que el famoso espía y terrorista sionista Rafi Etian –héroe nacional en Israel- fue quien contratado para el efecto por el presidente liberal Virgilio Barco, le dio la fórmula mágica para derrotar a la guerrilla de las FARC. Consistía en  asesinar a “su brazo político”,  la dirigencia nacional y regional de la Unión Patriótica. Los militares colombianos encabezados por el ministro de Defensa Rafael Samudio Molina –quien aún vive-, se opusieron con ira al proyecto. Iba contra su honor y su dignidad. Porque la propuesta incluía que el israelí hiciera el trabajo con sus propias fuerzas. Los militares le exigieron al presidente Barco ejercer  ese derecho, y les fue concedido. Dicho y hecho.

Pero decíamos que sionismo y nazismo se encuentran en la represión del pueblo. Sí. Porque instructor del Ministerio de Defensa de Colombia y, para que no queden dudas, catedrático de la Universidad Militar Nueva Granada, es el chileno Alexis López, reconocido Neonazi, valido y consejero de Pinochet, quien trajo a los militares la copiada doctrina de la “Revolución Molecular Disipada”. Que no es otra cosa que la forma cómo el comunismo internacional destruye nuestras democracias y se toma el poder a través de los movimientos sociales, paros y movilizaciones. A los cuales obviamente, la respuesta legítima del gobierno en la defensa institucional,  no puede ser otra cosa que  bala. Lo que el expresidente Álvaro Uribe le ordenó a su teniente en el palacio presidencial, y este sumiso  se apresuró a cumplir. O si no, miremos que como Santiago en la canción de Pablo Milanés, está otra vez la calle ensangrentada.

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