El grupo PRISA y la organización Ardila Lülle, por mencionar los más destacados en el sonado asunto de la “davilización” de la prensa hablada y escrita, siguen concentrando la mayor parte de la opinión “alternativa” de influencia nacional.
Las redes sociales, a juzgar por los datos, siguen extraordinariamente controladas por estos medios hegemónicos, por lo que un periodista “antisistema” de cierto prestigio aún requiere de sus canales para garantizar su impacto general en el país. Lo dejó expresado el propio Daniel Coronel cuando salió de Semana. Los que tenemos esa inclinación por plataformas de comunicación “anticapitalistas” estamos, en realidad, en un bucle de retroalimentaciones de opiniones similares que, en efecto, apenas “toca” los bordes de aquella opinión pública “homogeneizada”.
Al contrario de lo que se pensaría, en los últimos 10 años, la audiencia de la televisión nacional creció en 6 puntos, la de oyentes de FM aumentó en 5 puntos, y la de los lectores de revistas impresas se incrementó en medio punto. Los lectores de periódicos impresos perdieron 28 puntos y los oyentes de AM 12 puntos (La República, 10.12.19). No obstante, los medios dominantes en medios “análogos” de hace 10 años son los mismos que ahora ofertan contenido digital de manera holizadora. La prensa y cierta radiodifusión migraron rápidamente al mundo digital, pero con los mismos “dueños”. La crisis financiera por la pérdida de la pauta en estos medios (que pasó a Google o Facebook en casi un 80%), tuvo que ser mitigada por el uso de la plataforma digital que, en últimas, es menos costosa en el mediano o largo plazo respecto al medio análogo.
Para el segundo semestre de 2019, las mayores audiencias tradicionales y digitales siguen siendo controladas por los medios hegemónicos. En el formato tradicional los impactos son los siguientes: Caracol televisión llega a 10,7 millones de personas y RCN televisión a 7 millones. Y, Olímpica, La Mega, Radio 1, Caracol radio, Q’hubo y Semana llegan a audiencias entre 2,1 y 1,8 millones de personas. Y en el formato digital los datos son: El Tiempo con 9,3 millones de población digital, Publimetro con 6,6 millones, El Espectador con 6 millones, Semana con 3,5 millones, Portafolio con 1,8 millones, la Vanguardia con 1,4 millones y Dinero con 1,2 millones (La República, 9.11.19). En resumen, los formadores de opinión son los mismos de hace 10 años, por lo cual el moldeamiento de la percepción sigue estando en manos de la misma coalición de intereses entre los gremios económicos y las élites políticas.
El fenómeno Petro de los 8 millones de votos quizás se explique parcialmente, en lo relativo a la circulación de su propaganda en redes sociales, a un uso de Facebook, WhatsApp, Google, etcétera, que fue capaz de llegar a audiencias que no fueron copadas por la avanzada digital de los medios holizadores colombianos. Población digital joven que ya es superior a los 10 millones de personas, según se infiere de los datos anteriores. Lo interesante de esta influencia mediática fue que ese complejo y diverso mosaico de plataformas alternativas fragmentadas se “alinearon” durante los meses previos al fenómeno Petro. Control centralizado que es casi imposible de realizar desde una “casa matriz de izquierda”, y que sí puede realizar de manera sostenida el medio análogo y digital tradicional. De allí la inmensa dificultad de que un “opinador antisistema” de una región pueda llegar a un público amplio. Lo que me lleva a otro punto clave: la jerarquización de los opinadores alternativos.
El régimen de control de las percepciones en Colombia lleva muchas décadas asegurando un nicho de contenidos críticos dentro de sus propios medios dominantes. La idea ha sido dejar que los caballeros, las dussanes, los samperes, los coroneles, los matadores, entre otros, expresen su opinión en cualquiera de esas matrices hegemónicas de información para que la dialéctica democrática se vea “realmente” libre de cortapisas. No obstante, son opinadores que “hablan” desde el “poder central”, y no desde las regiones marginales de Colombia. Lo que hace una inmensa diferencia en los modos de hacer y de escribir de sus vidas profesionales y cotidianas respecto a los periodistas de la periferia. Las organizaciones internacionales para la libertad de prensa, las valoraciones de Human Rights Whatch sobre el ejercicio del periodismo, las agencias internacionales de prensa de los EEUU y de Europa, entre otros, vienen denunciando desde hace años el asesinato de periodistas en Colombia. Pero, estas denuncias nunca han sido equivalentes a la andanada de “críticas” que se han cebado sobre China, Corea del Sur, Siria, Libia, Cuba, o Venezuela. Ejemplos que, en varios casos, están muy lejos del proceso sistemático de exterminio de la libertad de expresión en Colombia.
El poder político en Colombia lleva años resguardando la imagen de una aparente “prensa libertaria” en el contexto internacional, y culpando a los “otros” (casi siempre inspirados en ese “marxismo resentido y virulento”) como la “verdadera” causa de sus asesinatos. De hecho, han llegado al descaro de justificar sus amenazas y muertes diciendo que se trataban de periodistas vinculados con cierta militancia sediciosa. Recuerdo cómo a Luis Alberto Castaño, uno de los periodistas de las noticias de medio día de la Emisora comunitaria Café 93.5 del Líbano, Tolima, fue amenazado en el 2004 por denunciar los crímenes del paramilitarismo en el Norte del Tolima. Le tocó salir huyendo hacia Ibagué una madrugada de ese mismo año, y el proyecto comunitario de comunicación que había ayudado a consolidar (que contó con varios reconocimientos nacionales) finalmente colapsó. Los opinadores alternativos no pertenecen a un mismo género de “perseguidos”. Hay una jerarquización de su vulnerabilidad, lo que hace mucho tiempo debió motivar la conformación de una fuerte organización nacional de periodistas que, efectivamente, los coordinara y protegiera por igual. De lo que, en efecto, no se ocuparán ni los coroneles, ni los danieles, ni los arieles, ni los caballeros.
- Alexander Martínez Rivillas. Profesor asociado de la Universidad del Tolima.
Fotografía: Carlos Castaño “El Bueno”
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