El cazador. El cazador cae extenuado. Días lleva persiguiendo a la presa que lo elude. Temblando de frío y fatiga come del fruto de la planta sagrada. La noche deviene día, la selva pradera, la presa elusiva se convierte en tótem prodigioso que lo lleva a visitar parajes del cielo y de la tierra extrañamente parecidas a regiones del propio cuerpo postrado. En ellas encuentra presencias indescriptibles y fuerzas aliadas o malignas que se le ofrecen o lo persiguen. Después de la eternidad, regresa arrastrándose a su tribu para narrarle los prodigios que experimentó. A cambio, sólo exige que le busquen y sacrifiquen la presa que a él se le ha escapado.
Canta, diosa. El ciego llega trastabillando al ágora, y grita: “¡Canta, Diosa, la cólera del Pélida Aquileo…!” Lo que recita debe ser verdad: lo ha visto todo con sus ojos sin luz. La muerte de héroes invulnerables, la toma de ciudades inexpugnables, la furia de gigantes enceguecidos, marinos enloquecidos por la voz de las sirenas, dioses que combaten al lado de los hombres y hombres que combaten como dioses. Recita durante días seguidos en versos rítmicos fáciles de repetir que instigan la construcción de templos más grandes que
ciudades, estatuas más bellas que deidades y civilizaciones superiores al tiempo. Las palabras, signos de todo y de nada, crean el primer mundo alternativo, que no cesa de engendrar universos. Gentes de la más ínfima condición, poetas, escultores, pintores, músicos son los únicos que han visitado ese mundo atroz y regresan con fragmentos de él que cambian por algún pan viejo, un vino agrio, un amor pasajero.
Geómetras. La fantasmagoría de cosmos invisibles más reales que los visibles se apodera de la filosofía y las ciencias. Platón postula que vivimos en una caverna, a la cual llegan sólo degradadas sombras del mundo verdadero de las ideas. Pitágoras avizora un universo donde la realidad es el número, el cual determina asimismo las notas musicales y la sección áurea que rige la armonía. Argumentan los estoicos que todos los hombres pueden concebir o comprender el Teorema de Pitágoras, por lo cual son iguales en la Razón y pueden deducir un Derecho Natural tan universalmente válido como la geometría de Euclides. Nadie ha visto una Idea Pura, un Número o una Ley natural, sino sus representaciones; pero sobre esos fantasmas virtuales se erige el mundo que habitamos.
Vaticanos e imperios. Los incapaces de tener visiones no tardan en aprovecharse de ellas. Con peñas de epopeyas se construyen Imperios y con ladrillos de visiones, Vaticanos. Al vulgo se lo domina imponiéndole la creencia en hazañas que no ve y milagros que no experimenta. Pirámides, palacios y catedrales son máquinas alucinatorias visibles que emblematizan poderes invisibles. Místicos, poetas, pintores y músicos dejan de tener poder sobre sus visiones y deben someterse a sacerdotes y políticos que con ellas nos gobiernan. Todo poder palpable se funda en lo impalpable.
Caballeros andantes. Residuo de la Edad Media que sobrevive a principios de la Moderna es la Novela de Caballería. En ella, héroes sobrehumanos ejecutan hazañas sobrenaturales en geografías inverificables. Personajes imaginarios toman estas narrativas ilusorias como reales, no sin que alguno de ellos las trate de fantasiosas. Instalado en este Metaverso, Alonso Quijano se cree Quijote, confunde una bacía de barbero con Yelmo de Mambrino que lo hace invulnerable, un vil purgante con Bálsamo de Fierabrás que cura de cualquier herida. Sancho, hombre noble y cuerdo que no comparte esas quimeras, lo sigue porque quizá una errancia pespunteada de palizas sea más soportable que su sensata y aburrida vida de labriego. Con él llevamos cuatro centurias acompañando al Ingenioso Hidalgo los prisioneros de ese Metaverso llamado Novela.
Soñadores. Un adivino pronostica al Rey que su hijo Segismundo ha de destronarlo; el monarca encierra al niño en oscuro calabozo del cual ya convertido en hombre lo liberan por pocos días a fin de que conozca el mundo real, para luego volverlo a sepultar en su mazmorra. Una revolución corona al Príncipe; éste restituye el trono a su padre y duda eternamente acerca de cuál de los mundos es un sueño, la oscuridad del calabozo, la gala del Poder. Todas las noches accedemos a un Metaverso de nuestra propia autoría, que mientras vivimos en él creemos real. Es el argumento de La Vida es Sueño, de Calderón de la Barca. Pero también el de la Edad Moderna, que impone el método de la Observación, se funda en la duda y se expresa con el Manierismo, estilo que premeditadamente confunde ilusión con Realidad para refutarlas recíprocamente.
Pícaros. En la Edad Media se vive en campos o aldeas donde el engaño es difícil porque sus pobladores se conocen mutuamente. La Edad Moderna expulsa a campesinos y aldeanos a las ciudades, cuyos pobladores no se conocen entre sí y deben proclamar su rango con signos externos. Es el caldo de cultivo del pícaro, que se inventa identidades ficticias con torbellinos de signos falaces. Tal es la Historia del Buscón, que nos narra Francisco de Quevedo Villegas. Pablos, marginal con algunos estudios, sobrevive haciéndose pasar sucesivamente por noble, letrado, arbitrista, poeta o autor de comedias. Asilados en una covacha, los pícaros son asistidos por una vieja que remienda sus harapos para que parezcan galas de caballeros; en el patio, ensayan “posiciones contra la luz” para que no se noten parches y costuras. En este pasaje desgarrador, el Manierismo convierte al personaje mismo en falacia, y a la falacia en personaje: prototipo de las postizas personalidades de photoshop que asumen los usuarios en el Metaverso de las redes sociales.