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Vladimir Acosta

Preguntarse si en cuanto a ayudar a definir el dominio geopolítico euroasiático del mundo Afganistán ha sido desde hace décadas una suerte de pivote en que se apoyan logros y perspectivas actuales de ese dominio geopolítico, no es descabellado, como parecería a primera vista. Y no lo es porque ese país pequeño y pobre, situado en el corazón de Asia central y rodeado de vecinos poderosos, ha estado en el centro tanto de los planes de dominio imperial de Estados Unidos para someterlo como de los de China por integrarlo al logro de la unidad continental euroasiática que le permita dar curso sin obstáculos a los ambiciosos planes de desarrollo económico y comercial que viene impulsando.

En 1971 Afganistán parecía un reino pacífico y tranquilo. En 1973 el rey es derrocado y el país se convierte en una república progresista. El ala radical del Partido comunista, que se llama Partido democrático del pueblo afgano, da un golpe de estado y se adueña del poder. Quiere cambios sociales, pero su sectarismo y su violencia tienen mucho rechazo. El islamismo radical crece y el gobierno pide ayuda a la Unión soviética. Esta invade el país, cayendo así en la trampa estadounidense, y empieza a empantanarse. Los gobiernos de Estados Unidos, primero Carter y luego Reagan, reactivan la Guerra Fría, denunciando el “peligro comunista” y el poder de Rusia sobre el gobierno afgano.

Pronto convierten esa lucha en cruzada mundial contra el comunismo soviético centrado ahora en Afganistán. Así, Estados Unidos, aliado con Pakistán, impulsa una abierta y costosa política terrorista pro islámica y crea, financia, arma y entrena todo tipo de organizaciones fundamentalistas islámicas. Al frente de ellas, los llamados mujahedines centran su acción terrorista en Afganistán, pero también penetran las vecinas repúblicas soviéticas de entonces y se proyectan hacia los países musulmanes de Oriente Medio. De esa criminal política estadounidense derivan todos los violentos movimientos islámicos terroristas y fundamentalistas que conocemos. De ellos el más reciente para entonces fue el de los talibán, creado en 1994. Los talibán, brutales fundamentalistas afganos de etnia paschtum, la mayoritaria del país, calificados por Estados Unidos de “luchadores por la libertad”, encabezan la lucha antirrusa y la maltrecha Rusia se retira del país. El gobierno tolerante que deja, es masacrado, y los talibán, con apoyo interno y yankee, se adueñan del poder en 1996.

En septiembre de 2001, con el ataque a las torres del WTC, vuelve Afganistán al primer plano. Con cinismo, Estados Unidos declara ahora la guerra contra el terrorismo y acusa a Osama ben Laden, creador de Al Qaeda, viejo agente suyo, de ser responsable del ataque y de ocultarse en una cueva afgana protegido por los talibán. Con apoyo, invade Afganistán dando inicio a la guerra que 20 años después acaba de terminar hace poco con la derrota más humillante que el hoy decadente imperio yankee haya sufrido. La historia del ataque a las Torres es un amasijo de mentiras. La versión oficial es falsa y ha sido cuestionada al punto de que el gobierno de Estados Unidos congeló cualquier investigación oficial por 50 años. Los atacantes eran sauditas y nada tenían que ver con Afganistán, cuya invasión, como la de Irak en 2003, fue planificada desde antes, también basada en mentiras. La responsabilidad de ben Laden es más que dudosa; y sus videos, declaraciones de voz y confesión de responsabilidad en el atentado son falsos montajes yankees, como parece serlo el truculento show que montó Obama años después acerca de su captura y muerte.

Los argumentos para justificar la guerra fueron falsos o ambiguos: Evitar un nuevo ataque como el de las torres. ¿Desde Afganistán? Proteger a las mujeres afganas defendiendo sus derechos conculcados por los talibán. ¿Ignoraban eso habiendo sido sus promotores, armadores y financistas? Cierto que hicieron algo al respecto. Pero el interés por los talibán disminuyó cuando Estados Unidos, al frente de una enorme coalición, invadió en 2003 a Irak, país petrolero y rico, mientras la guerra afgana, que parecía fácil de ganar, avanzaba poco en medio de bombardeos, destrucciones y masacres. Los verdaderos objetivos no están claros, además de que cambiaron con los años. Se habló de hacer del país una democracia islámica. Biden acaba de negarlo, aunque Blinken lo matiza diciendo que se quería convertir a Afganistán en país que sirviera los intereses de Estados Unidos, que es justamente lo que ellos llaman democracia. El verdadero plan, no declarado, se definió en años siguientes: bloquear con la cuña afgana en su poder la expansión económica china y su enlace con Irán y Rusia, que entonces comenzaba a cobrar forma. Nada de esto importa ahora. Fracasaron. Y el resultado fue el vergonzoso desastre que hemos visto. Con ello Afganistán vuelve al primer plano mundial. De modo que, pase lo que pase ahora, todo indica que la victoria afgana ha sido el pivote del que derivan la derrota y el casi seguro repliegue estadounidense del Asia central, lo que fortalece la expansión euroasiática de China y Rusia y conforma lo que sería un cambio decisivo del actual cuadro geopolítico de nuestro planeta.

Pero Afganistán tiene además la ocasión de servir de pivote para su propio progreso. Dependerá de lo que decida el Talibán y de lo que realmente haga. Sus líderes actuales saben —y han declarado— que no pueden volver a gobernar con el terrorismo, la intolerancia y los feos crímenes del pasado porque nadie reconocería su gobierno y el país se hundiría en una guerra civil que lo llevaría al desastre. Han declarado que cambiaron, que las mujeres podrán estudiar y trabajar y tendrán derechos, que respetarán a la prensa, que su país no será usado para atacar a países vecinos, que quieren ayuda de estos para poner en marcha el suyo y contribuir a sacarlo de la pobreza. Han conversado con China, que les ofrece acuerdos comerciales para incorporarlos a la Ruta de la seda, construir infraestructura, explotar riquezas como litio y tierras raras que el país tiene y que años atrás no se sabía. Ningún país vecino ha roto relaciones con ellos y hasta Turquía propone conversar. El más renuente es Rusia, pero no porque no esté interesada sino solo porque los conoce y exige antes garantías seguras contra el terrorismo. Y hasta Estados Unidos declara estar dispuesto a conversar con ellos.

Nada es fácil. No se les cree. Por su pasado, pero también porque no son una fuerza vertical y homogénea y varios líderes locales suyos siguen hablando de sharia estricta, de encerrar a las mujeres y perseguir música, danza y toda opinión innovadora. Además, no les será fácil formar gobierno. Deben enfrentar al IS-K, sector el más criminal del ISIS (o Daesh), grupo terrorista enemigo suyo metido en el país y autor del reciente ataque terrorista del aeropuerto de Kabul. Sin aplastarlos no hay futuro ni toma del poder. Y Estados Unidos, aun derrotado y en repliegue en el continente, buscando salir de ese otro pantano que es Irak, seguirá tratando de pescar en río revuelto, usando para ello terrorismo, infiltración de agentes, espías y mercenarios, mientras continuará por los mares asiáticos amenazando a China con sus provocaciones y sus acorazados.

En fin, es que el panorama está abierto y no deja ni dejará de ser complejo. La situación de las mujeres es asunto prioritario y urgente sobre el cual no basta declarar. Hay que actuar. Y son ellas las que deben decidir. Lo del terrorismo exige compromisos firmes. La aplicación de la sharia es otro punto clave. O se modera y flexibiliza su uso o el país volverá, no al siglo VII, como en 1996, sino a la guerra civil y al caos. Son puntos por definir que no van a esperar mucho.