Sin invasiones militares, golpes de Estado ni grandes desacuerdos en la OEA, las relaciones de América Latina con Estados Unidos son las peores que se han visto en la historia. ¿A qué se debe esta paradoja y hacia dónde nos está conduciendo?
Hernando Gómez Buendía*
El secreto
Como todos sabemos, Donald Trump fue elegido por los trabajadores blancos de la industria que perdieron sus empleos a raíz de la globalización económica, y por los campesinos evangélicos cuyos valores morales se vieron destronados por la globalización cultural.
Esos trabajadores y campesinos representan algo así como el 40 por ciento de la población de Estados Unidos, y según las encuestas han seguido apoyándolo con entusiasmo, mientras que el otro 60 por ciento de los americanos ven a Trump y a su gobierno como una procesión inverosímil de amantes, negociados, mentiras, vulgaridades, camorras, golpetazos a los pobres, enviones contra la democracia y hasta traición a la patria.
La extensión e intensidad sorprendentes del apoyo a Donald Trump surgen pues del retroceso que la globalización económica y cultural ha implicado para ese 40 por ciento de los estadounidenses. Como también es sabido:
Los salarios industriales en Estados Unidos permanecen estancados desde hace cuarenta años, y el aumento formidable de la productividad ha enriquecido al uno por ciento -o al uno por mil- de los muy ricos, en la peor concentración del ingreso desde la Gran Depresión.
Y por su parte la cultura sajona y cristiana de otras épocas ha sido desplazada por el largo proceso de secularización y por el multiculturalismo de un país donde nacen más niños de color que niños blancos.
Con esta paradoja capital: que los grandes ganadores de la globalización económica y cultural también han sido los estadounidenses porque ellos son los dueños de las multinacionales, tienen los empleos de punta y crean la cultura “cosmopolita” que exportan al mundo entero.
O sea que el problema real para los obreros blancos y campesinos evangélicos no es la globalización ni son los extranjeros: son los súper-ricos de su propio país que se quedan con todo y las élites culturales que tanto los desprecian.
En medio de esa polarización profunda pero soterrada, las elecciones pasadas fueron un pulso entre cuatro estrategias diferentes:
la de Hillary Clinton, que le apostó a la multiculturalidad pero no pudo llegar a los obreros industriales;
la de Bernie Sanders, que atacó a lo súper-ricos con el apoyo de las élites culturales (comenzando por los estudiantes);
la de los precandidatos republicanos que apelaron al voto evangélico, y
la de Donald Trump…que atacó a los extranjeros.
En su célebre novela El Nombre de la Rosa, Umberto Eco nos legó una frase que en mi opinión explica muchas cosas: “Cuando tus enemigos verdaderos son muy fuertes, te tienes que inventar otro enemigo”.
Este es todo el secreto de Trump: culpar a los extranjeros porque los multimillonarios de Estados Unidos serían un adversario demasiado poderoso.
La víctima
Reunión del Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con presidentes de América Latina.
Reunión del Presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con presidentes de América Latina.
Foto: Cancillería - César Carrión
Ninguna sociedad es capaz de decirse la verdad, y fue por eso que Hillary, Sanders y los republicanos se atrevieron tan solo a las medias verdades. Trump en cambio propuso la mentira que ese 40 por ciento del país tenía que creer porque si hubieran visto la verdad se habrían ido a una guerra civil.
La mentira de Trump consiste en decir que Estados Unidos ha sido la víctima de la globalización, un aserto tan burdo como confundir la parte con el todo, o la “falacia de composición” que los niños aprenden a evitar en las escuelas. Y sin embargo esta falacia le sirve al presidente para tener el apoyo ferviente de los perdedores…y trabajar en efecto para los ganadores: la estafa del siglo.
Por supuesto que ser el súper-poder acarrea costos para Estados Unidos, pero no hay duda de que el súper-poder ha sido el mayor beneficiario de la globalización y del orden internacional que diseñó y ha sostenido desde la II Guerra Mundial -cuando todas las otras potencias estaban en las ruinas-.
Además de las multinacionales, los mejores empleos y la americanización de la cultura global- como ya señalé- baste aquí con notar por ejemplo que:
Los consumidores o sea el pueblo norteamericano ha sido el gran ganador de la caída de los precios que resulta de la apertura comercial y la industrialización de China o de México;
Los ricos, los políticos y los pensionados de todo el mundo tienen sus ahorros en Wall Street y por lo tanto actúan para mantenerlo;
Lo hijos de las élites se educan en Estados Unidos, de manera que Estados Unidos gobierna desde adentro (esto es parte del “poder suave” que según Nye es tanto o más eficaz que el poder militar o el económico).
Y sin embargo Trump se limita a ignorar estas ventajas gigantescas y a exagerar los costos de la Pax Americana, con la tesis infantil de que los presidentes anteriores se dejaron engañar por los gobiernos extranjeros.
America first…Latin America last
“América primero” entonces significa que Estados Unidos se cansó de ser la víctima.
Esta no es una visión alternativa del orden internacional, ni una nueva doctrina, ni una guía consistente de política exterior: es tan solo una actitud revanchista que se extiende a todos los países y a todos los asuntos, y que explica el rosario de incidentes y tensiones con cuantos presidentes ha conversado Trump desde la noche de su posesión.
Esta actitud revanchista tiene un límite preciso, que es el poder de cada contraparte. Por eso:
Trump se anota goles fáciles en las materias que no tienen dolientes poderosos, como decir el derecho internacional humanitario (“los terroristas no son prisioneros de guerra”, la tortura, la cárcel de Guantánamo …) o el retiro del acuerdo climático, de la Unesco o del pacto global sobre migración y asilo.
En cambio Trump a pesar de sus bravatas no pudo con la OTAN ni se ha atrevido con Rusia, o con China, o con Japón.
De hecho se metió -y nos metió- en camisa de once varas con sus cuatro “líneas rojas” que van a ser cruzadas sin que Estados Unidos tenga nada que hacer:
Corea del Norte y su poder atómico,
El tratado nuclear que Irán y Europa seguirán cumpliendo aunque Washington quiera deshacerlo,
Pakistán que no entrará a una guerra con los talibanes, así Estados Unidos se lo exija, y
Turquía, que en contravía de los americanos, proseguirá su guerra con los kurdos en Siria.
Y así llegamos a América Latina.
Nuestros presidentes y embajadores en la OEA suelen quejarse de la poca importancia que tenemos en la agenta de Estados Unidos. Pero esta queja tiene muy poco sentido, primero porque estar en el radar de Washington es casi siempre un peligro -no una bendición-, y segundo porque América Latina tiene muy poca importancia para el mundo: generamos apenas el 3,8 por ciento de las exportaciones globales y tenemos muy poco interés geopolítico.
Esto último se debe cabalmente a ser la región que menos le disputan las potencias rivales a Estados Unidos es decir, a que somos más seguros para ellos que el Medio Oriente, Europa Oriental, Asia del Este, África e incluso la Unión Europea.
Desde que Monroe promulgó su doctrina de “América para los (norte) americanos” (1823) y en una larga serie de conflictos armados e incidentes diplomáticos, Washington fue haciendo retirar del hemisferio a sus rivales Francia, Inglaterra, España, Alemania y la URSS. Hoy esta interferencia se limita a los gestos incipientes o aislados de China, Rusia e Irán, que por supuesto son exagerados por algunos.
Los países de América Latina somos poco importantes y nada competidos. En el mundo de la posguerra fría somos de lejos la región donde un presidente camorrero y revanchista de Estados Unidos puede cazar las peleas más dispares y vistosas para su base electoral, sin el temor de que un “poder extra-continental” le ponga freno.
Los nuevos negros
Como demuestra Lars Schoultz en su magistral Beneath the United States, la política de Estados Unidos hacia nuestra región se ha basado desde siempre en la “creencia de que los latinoamericanos son un rama inferior de la especie humana”.
A partir de ese prejuicio inamovible entre los blancos pobres y los campesinos evangélicos, Trump ha construido un relato o un imaginario donde los latinos somos la fuente verdadera de sus males: los empleos les faltan porque las fábricas se fueron para México, sus salarios no suben por culpa de los indocumentados, las drogas que destruyen sus hogares vienen de América Latina y los peores crímenes son obra de migrantes latinos o de las bandas de salvadoreños.
Este relato, como todos, tiene una parte de verdad que es cabalmente la que en América Latina no se puede ver: las fábricas se instalan en nuestros países porque pagamos salarios más bajos, la migración ilegal es ilegal, producimos drogas porque aquí sí se puede, y en efecto exportamos delincuentes.
También este relato, como todos, se basa en falsear la realidad: el TLC ha creado tantos o más empleos en Estados Unidos que en México, los salarios industriales no suben porque la tecnología ahorra mano de obra, las drogas de hoy son los opiáceos que no vienen de América Latina, y un migrante delinque menos que un nativo (por el simple miedo de que lo deporten).
Pero no se trata de verdad o falsedad. Se trata de un relato con la credibilidad apabullante del sentido común, del latino como personificación tangible e inmediata del que nos quita los empleos, nos baja los salarios, nos inunda de drogas y agrede a nuestras hijas. Los latinos de hoy son los negros de Estados Unidos:
Los afroamericanos son el 12,7 por ciento de la población norteamericana, y los “latinos e hispanos” son el 17,8 por ciento.
Los afros tienen la ciudadanía, pero hay tal vez 11 millones de indocumentados que provienen sobre todo de América Latina.
Los afros pese a todo tienen una larga trayectoria de luchas y conquistas, mientras que los latinos ni siquiera se auto-reconocen como una comunidad.
Y sobre todo hay que decir una verdad que no se quiere ver aquí ni allá: Estados Unidos está más lleno de extranjeros que nunca (incluyendo la oleada europea de comienzos del siglo pasado): 43, 2 millones en 2015, una de cada 7 personas, o cuatro veces más que en 1960, cuando apenas uno de cada 20 habitantes venía del extranjero.
Por su parte los latinos aumentaron del 6, 5 por ciento en 1980 al ya dicho 17,8 por ciento en 2016. Y ya en 2009, el influyente politólogo Samuel Huntington había hecho al enuncio alarmista de que los mexicanos no asimilaban la cultura norteamericana y por primera vez en la historia estaban convirtiendo a Estados Unidos en “dos países, dos culturas y dos lenguas”….Un largo y sazonado caldo de cultivo para Trump.
La embestida
Con el tino implacable de los bullies, Trump entonces ha tomado como blanco a los latinos, y en la exacta medida de su indefensión:
-Los más indefensos son por supuesto los indocumentados, los millones de sobrantes que América Latina no es capaz de emplear ni de atender y que quedan apresados entre unos gringos que los explotan sin piedad y otros que los persiguen en nombre de la ley.
Fue la primera frase de campaña de Trump, “México nos está enviando a los peores, traficantes de droga, violadores”. Y este es el único punto donde ha sido consistente en su gobierno: la guerra contra los indocumentados no ha tenido cuartel, desde el muro en la frontera hasta la promoción explicita del odio, desde la “barrera burocrática contra la inmigración” hasta la amenaza de expulsar a 1,8 millones de jóvenes que crecieron en Estados Unidos.
-Siguen los países más débiles en la cuenca del Caribe y América Central. Puerto Rico, el “estado asociado” de ciudadanos sin derecho al voto que por lo tanto Trump abandonó cuando la isla quedó destruida. Haití, el que Trump llama del sida y de la mierda, a donde tendrán que regresar los asilados. Y Salvador, Guatemala y Honduras, el “triángulo del Norte” que solo puede vivir de las remesas, donde las mafias y el Comando Sur libran la guerra de las drogas, y a donde deben retornar más de 300 mil jóvenes sin empleo ni futuro distinto de las armas.
-El tercer lugar es para Cuba arrasada por el huracán, donde Trump dio reversa a la apertura de Obama para dar gusto a los republicanos de Florida.
Y en este giro se añadió la Venezuela también sancionada, que además y ante todo ha servido para que la “solidaridad hemisférica” se mantenga contra viento y marea. En otro paradójico servicio de Maduro a la derecha, la crisis terminal de su país tiene la gravedad y la urgencia necesarias para que los gobiernos de América Latina cierren filas con Washington y pasen agachados por el peor momento en la historia objetiva de nuestras relaciones.
Por cuenta de Maduro, los latinos quedamos sin gobiernos que nos defiendan de la “doctrina” Trump.
- México ha servido de símbolo y de blanco favorito del discurso anti-latino, pero es un país más fuerte y más complejo de lo que Trump creía. Tras el comienzo patético de Peña Nieto y el chantaje de acabar el TLC, la realidad ha vuelto por sus fueros y Trump está teniendo que medirse: (i) ya no dice que México debe pagar el muro; (ii) los empresarios republicanos, importadores de alimentos y vendedores de carros, le han pedido conservar e TLC y, sobre todo (iii) México amagó con relajar los controles que afectan la seguridad de su vecino, y como prueba de buena voluntad pasó a ser más duro que Estados Unidos con los migrantes centroamericanos.
- Más hacia el sur, Colombia existe apenas como droga y como plataforma contra Venezuela, los indígenas andinos no existen por ser “indios”, y el Cono Sur le apuesta a la ortodoxia y a colocar su soya en los mercados del mundo según Trump.
Todo lo cual es la versión actualizada de un patrón conocido en nuestra historia: cada gobierno de América Latina actúa en función cortoplacista de sus intereses, y esto permite que Washington los manipule a todos en función de sus propios intereses “superiores”.
Divide et impera
Presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Foto: U.S Embassy in Guatemala
Es lo que dijo Bolívar cuando esta larga historia estaba comenzando y después del fracaso de su Congreso Anfictiónico (o de Confederación) en Panamá: “Los Estados Unidos parecen destinados por la providencia para plagar la América de miseria a nombre de la libertad”.
Tan lejos de Dios pero tan ceca de Estados Unidos, y sin gobiernos que nos representen, bien puede ser que a estas alturas de la historia no nos queden más que la constancia y el consuelo triste del “Poema de Amor” que escribió Roque Dalton para su patria y para nuestras patrias:
Los que ampliaron el Canal de Panamá
(y fueron clasificados como “silver roll” y no como “golden roll”),
los que repararon la flota del Pacífico en las bases de California,
los que se pudrieron en las cárceles de Guatemala, México, Honduras, Nicaragua
por ladrones, por contrabandistas, por estafadores, por hambrientos
los siempre sospechosos de todo ( “me permito remitirle al interfecto por esquinero
sospechoso y con el agravante de ser salvadoreño”),
las que llenaron los bares y los burdeles de todos los puertos y las capitales de la zona
(“La gruta azul”, “El Calzoncito”, “Happyland”),
los sembradores de maíz en plena selva extranjera,
los reyes de la página roja,
los que nunca sabe nadie de dónde son,
los mejores artesanos del mundo,
los que fueron cosidos a balazos al cruzar la frontera,
los que murieron de paludismo de las picadas del escorpión o la barba amarilla en el
infierno de las bananeras,
los que lloraran borrachos por el himno nacional bajo el ciclón del Pacífico o la nieve del
norte,
los arrimados, los mendigos, los marihuaneros,
los guanacos hijos de la gran puta,
los que apenitas pudieron regresar,
los que tuvieron un poco más de suerte,
los eternos indocumentados,
los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,
los primeros en sacar el cuchillo,
los tristes más tristes del mundo,
mis compatriotas,
mis hermanos…
Los latinoamericanos.