Fue durante el velorio del Comandante Raulito, cuando decidí grabarla. Era una historia que me contaba y me contaba y que repetía con el mismo entusiasmo de la primera vez. Eso tal vez fue lo que motivó la grabación. De seguro que aprovechaba los momentos de poca ocupación para devolver el cassette.
Todo empezó cuando recordaba a una niña que se sentía orgullosa de desfilar con su traje y boina rojos, acompañando a su hermano en las marchas y en las luchas sociales en la primera mitad del Siglo XX.
Esas tempranas experiencias habrían de marcar su carácter; tal como habría de expresarse cuando acompañaba las invasiones en el barrio Siloé, efectuadas por personas desplazadas por la violencia desde la zona cafetera. Su familia también había tenido que salir huyendo del norte del Valle; el recuerdo de tantos momentos difíciles, encendía la solidaridad en su pecho juvenil.
Fue así como ante la negativa de las autoridades y de los dueños de los terrenos a ceder uno para la escuela, que decidieron construirla por sus propios medios y enfrentar, con sus dieciséis años, a los escuadrones policiales cada que subían a tumbarla. Allí empezó a operarla como su directora. Hecho que le valió el reconocimiento, el respeto y el aprecio de la población, que desde entonces empezaron a identificarla como “la señorita”, por sus labores educativas. A tal punto que así la llamaban hasta los últimos días y era la única que se daba el lujo de regañar a los integrantes de las bandas de lado y lado por los continuos enfrentamientos. “Sí Señorita” le contestaban, a pesar de que ya estaba por encima de los setenta años.
Recordaba sus años en el PC y la situación generada con la detención de tres de sus compañeros. Hicieron todo lo posible para conseguir los servicios del mejor abogado de Cali; recogieron la plata y contaron con la ayuda de Álvaro Pío Valencia. El jurista viajó, a los dos días, a hacerse cargo de la defensa de los muchachos. Todos estaban pendientes de los resultados del trámite judicial, pero el defensor los llamó -de larga distancia en ese entonces- descorazonado. Ya era demasiado tarde: sobre el piso de la inspección de Buga, yacían los cuerpos de Francisco Garnica, Carlos Alberto Morales y Ricardo Torres, “muertos en combate”. (Como siempre, las fuerzas estatales colombianas haciendo gala de su compromiso con el Derecho Internacional Humanitario).
Relataba con igual entusiasmo su paso por el M19 y cómo había conocido a Raulito y a otros muchachos y muchachas en la zona, cuando construyeron el alcantarillado por sus propios medios.
Eran numerosos sus relatos. Cierta vez, cuando la acompañé a una zona de invasión a dar sus clases de alta costura - labor en la que llevaba nueve meses- llegadas las elecciones, se enteró de que las alumnas habían votado por el uribismo y así se lo confirmaron. ¡Qué mujer tan brava!:
-Así no es Señoras. ¿Qué es lo que estamos haciendo entonces? –dio un golpe en la mesa y se fue para no volver más a ese sitio, sino a saludar.
Me tocó aguantarme su putería, durante las dos horas y media del viaje de regreso.
Semanas después cuando me la volví a encontrar y como reflexión ante tanto fracaso, le dije:
-Anita: yo ya estoy cansado, aburrido de tanta lucha infructuosa.
A lo que ella contestó con tono enérgico y categórico:
- Nooo compañero, uno no se puede cansar de luchar por la revolución-
El que una mujer ya setentona te diga eso, remueve lo más hondo de la conciencia y da ímpetus para seguir.
Las reuniones con ella eran desayunos, almuerzos, algos, comidas de trabajo. A sabiendas que era una mujer que había tenido que criar sola a sus cuatro hijos, que era sacar de donde no había, le dije:
-Anita, no es necesario que nos tenga tanta comida para las reuniones-
A lo que contestó duro:
-Nooo compañero, aquí hay que tener aunque sea una taza de aguapanela para brindarle a los compañeros. Los compañeros se lo merecen todo.-
Otra lección más de la “Señorita”. Luego, todos llegaban con algún aporte en especie para las comidas y algos. El café con leche que preparaba, tenía un punto especial, un sabor único. En diciembre salía con comidas especiales, además de natilla, buñuelos, manjar blanco, hechos de su propia mano.
Lo de “vietnamita” nunca lo pregunté; pues asumía que era por sus ojos achinados y por sus rasgos orientales. Esa osada Señora que durante las marchas, cuando todos huían de las fuerzas represivas, ella corría en la dirección contraria a recoger los heridos, algún muerto o a forcejear por algún compañero detenido.
Hace apenas un mes me llamó para programar cuando podíamos reunirnos para hablar de las elecciones, de la paz, de Venezuela y de la situación política para ver qué íbamos a hacer. Nos despedimos con el compromiso de encontrarnos a más tardar en diciembre.
El domingo 13 llamó un compañero:
-Hola ¿cómo estás?
-Bien, bien ¿y ustedes?
-Muy tristes-
-¿Qué pasó?
-Se nos fue Anita
-¿Cuál Anita?
-Anita, hombre, Anita.
No quería entender. Se hizo el silencio. Gloria eterna a la compañera Ana Franco.