“Pertenezco a la generación más lúcida y disparatada del presente siglo. La que tuvo entre 20 y 30 años de 1960 a 1970. Tengo unos héroes concretos: Ché Guevara, Benny Moré, Pelé, Camus. Unos amores concretos también tengo: cinco y medio, mis hijos, la vida, la literatura, la música, las copas con mis amigos, mis tías. Y unos odios letales sí que tengo: a la opresión, al argentino entredormido que yace en mi alma, al caminadito sistemático de occidente hacia el abismo. Una ilusión: la libertad que siempre se pierde cuando se alcanza. Y un remordimiento: no haber hecho la revolución.”
Jaime Espinel. 1986.
Este homenaje se debe a que nuestro amigo Jaime Espinel, como él mismo lo diría, hace cuatro años se pegó su moridita. No por ello esta es una convocatoria a la necrofilia. No se trata de hacerle culto a la muerte, ni más faltaba, sino de agradecer a la vida el regalo de su presencia traviesa y dicharachera entre nosotros. De celebrar el haber sido bendecidos con su amistad y de agradecer que nos haya librado de su enemistad.
Hacer el recuerdo de Barquillo, divisa con la que se han realizado varios eventos, tampoco es un ensayo de crítica literaria. Aunque nuestro amigo logró hacerse, a codazos e ingenio, un lugar en las letras hispanas, desde un amor temprano por la literatura, hasta la decisión tardía de hacerse escritor.
Hijo de esta mala madre que es Medellín, madrastra impía que devora sus hijos, “capital mundial del delito” que nombrara en sus cuentos, tacita de plata rebosada de sangre; más hijo es de Manrique, el barrio de su niñez, donde rescata bellos recuerdos entre una infancia brutal. Allí se hizo travieso, como debe ser todo niño, sólo que Barquillo nunca dejo de ser travieso.
Como parte de una travesura se alistó en el nadaísmo, de los primeros al lado de Gonzaloarango, donde encontró motivos y colegas para sus travesuras. De ellas recibimos relatos deliciosos, recreados y reinventados no para preservar, como la mayoría de los mentirosos, el honor, sino el humor. Porque uno de sus atributos mayores era su vocación para hacernos reír. Decía Borges que el humor es una súbita generosidad en la conversación, y que generosidad la de Jaime, un cántaro de risas.
De ese nadaísmo, que pretendió ser un movimiento literario, adquirió sus devaneos retóricos, pero no se hizo escritor por su militancia nadaísta, sino a pesar de ella. Desde ese entonces se define como poeta, pero no un poeta maldito, porque decía que él no era maldito sino medio hijueputa.
También como travesura emigró a las tierras del Tío Sam, donde dio los primeros golpes a la tierra trabajando como profesor de colegio, como lector y como traductor, pero fiel a su esencia llegó a hacer de Nueva York y de Manhattan una fiesta. Y de fiesta en fiesta, en las latinas, conoció del mundillo del crimen y del de las revoluciones. Porque tuvo su corazón bien situado a la izquierda, latiendo por el proletariado, al son de la internacional, himno que le arrancaba lágrimas en las liturgias del primero de mayo, marchando al lado de los obreros.
Allá en el bajo mundo del primer mundo, encontró a su Manrique dejado atrás. Un hilo, de sangre, unía a Manrique con Manhattan, y ese vínculo lo trajo de vuelta, tanto a sus andanzas picarescas como a la literatura.
Llamado por el viejito Marx a transformar las realidades, y llamado por su esencia gocetas a la vida bohemia, se impuso esta última desahuciando la disciplina militante, y perdió la
revolución a un seguro mártir. Al fin logró una conciliación: Jugueteó con las realidades hasta subordinarlas al lenguaje, y desde este las dominó. Fue subversor de las palabras, rompiendo cánones literarios, reusó el culto al alpargate y al atraso, llevó la lengua coloquial al sitial de poesía, pulió seres opacos hasta volverlos héroes, y fue uno de los primeros escritores de lo urbano. Llegó hasta cometer neologismos.
Se dice que Jaime Espinel es un escritor injustamente desconocido en las letras nacionales. Lo cual es cierto, y los editores tienen mucha culpa, pero el mismo Jaime y sus amigos tenemos la parte restante. Él decía, a manera de excusa, que escribía como Hemingway, que como este cansaba a los amigos con las historias que relataba una y otra vez, hasta que las elaboraba lo suficiente para poder escribirlas. Y eso hacía Jaime, pero no se quedaba en ello, algunos de sus cuentos los volvía a contar como historia para enriquecer un encuentro. Aunque la literatura de esplendor del Barquillo se impone, a veces se recuerda el relato verbal como superior al escrito. De alguna forma sus amigos no teníamos necesidad de leer sus textos, o antes de leerlos ya los sabíamos y no nos esforzábamos mucho por leerlo. Pero lo escrito escrito está, y de qué forma.
Jaime recoge estos personajes que el malandraje condena a la tragedia, y los trata con tal ternura, la misma que le conocimos en nuestras tenidas, hasta llevarlos a tener honor, a mostrarlos derechos en su torcida, o a ser torcidos con derecho, o a reivindicar el derecho de los torcidos, denunciando las torceduras del derecho. (Evocamos a un quien amaestró el retruécano, y con derecho torcía y retorcía frases terminando, cuando iniciaba, en lindes con lo barroco.) A estos seres, subproductos de un orden inicuo, los recogía en su prosa tornándolos elegantes, les ornaba con sus buenos gustos, y fabricaba códigos de honor para ellos, como si sus vidas, de paso las nuestras, tuvieran sentido.
Acaso pueda mirarse su fijación por los personajes que van a su malaventura, decididos y serenos mientras destajan y balean prójimos, como un esfuerzo por encontrarle sentido al sin fin de violencia que habitamos. Violencia que tanto denostó, que arrancó de nuestro lado a muchos que queríamos, y ante la cual él, como nosotros, vivimos la impotencia. No se pierda de vista su amor al pueblo, su admiración por las formas de conjurar la desgracia que el rebusque crea, por la trama de palabras con la que se le hace cacería a los pesos en cada calle, por ello su literatura hace sublime el lenguaje coloquial. Otra más de las paradojas de Barquillo.
Hasta con Pablo Escobar, un hijo del pueblo, es compasivo. Decía: “Es tan mala la oligarquía antioqueña que corrompieron a Pablo Escobar”, y culpa de su muerte al “maldito ángel negro de la guarda”, negligente a la hora de cuidarlo sobre el tejado.
A mitad de camino entre el historiador y el chismoso, de su lengua voraz, conocimos historias e historietas de esta ciudad. También de historia patria y de su veneración por el general Bolívar. Hasta estaba en la empresa de demostrar en una novela el origen paisa de Pancho Villa. Sobre este proyecto le dijo Fernando Vallejo que no era necesario, que con Pablo Escobar tenemos.
La muerte ronda toda su obra,
“… La muerte golpea fuerte en la puerta
Y un hilo de sangre cubre todos
Nuestros años
Para que nos arda la lengua”
(Epígrafe de Esta semana me halará la mano.)
“Todo lo que vive se devuelve” llega a decir como resumiendo al Freud de Más allá del principio del placer, la muerte que hala la mano, o Polo Balvuena que busca su almohada. Sólo enumerando títulos de sus libros se encuentra esto: Esta y mis otras muertes; Agua de luto; Cárdeno réquiem; Alba negra, que es el efecto de la bala en la cabeza, que le abre al alma una negra alba. Para no extendernos en los títulos de sus cuentos, que sí que tienen alusiones mortíferas, ni de los contenidos mismos que narran peores formas de morir. Desarrolla la enseñanza de su maestro Sartre cuando afirma “el hombre es una pasión inútil”, y más inútil para estos compadritos montañeros, arrojados al vórtice de una violencia cuya lógica se escabulle, como la vida por las venas acuchilladas.
Y su parla coloquial también está cargada de ella, porque era orfebre que modelaba el hecho cotidiano para hacer de él una anécdota, y de esta podía confeccionar literatura. Cuantas veces deshizo en charlas de café sus cuentos para tornarlos de nuevo en anécdotas para sus amigos.
Pero no es una reverencia a la muerte, es un canto a los encantos de la vida, al amor, a las pasiones, a la persistencia, a la belleza, a los toros, al fútbol, al valor, y hasta a la cobardía, pero sobre todo al lenguaje. A ese con el que encantaba a los amigos, corroía a sus enemigos, y forjaba los cuentos que le dan sitial privilegiado en la literatura.
Su clásica expresión “se pegó su moridita” da cuenta de ser iconoclasta hasta con la muerte. Como si morirse fuera una opción que los humanos toman a voluntad, sin ser suicidas. Aunque, cuando se escucha esta frase en referencia al temprano fallecimiento de su madre, cuando él era un niño, puede leerse como un reclamo a la mamá por su partida. La muerte como abandono, y el reclamo a los ausentes por su compañía que se extraña. Lo cual es coherente en un hombre que celebró siempre en encuentro con el otro, que hizo del ser amigo una causa, y enalteció esa condición de amigo.
Jaime Espinel se reía de la muerte, incluso de la propia que adivinaba próxima, y hacia la cual se encaminaba como un personaje de sus obras, sereno, de frente, y, a diferencia de ellos, sonriente. Porque morir es también descanso, como el personaje Polo Balvuena, que pide su almohada, es decir, se allana a la parca como descanso a una vida de tropelías. En el envío que hace de la antología personal de sus cuentos, dice, luego de la dedicatoria a su familia:
“Envío este avieso aviso de mi primera noche tranquila
¿Y el día está lejano?”
Lo escribió pocos meses antes de que se detuviera su corazón revolucionario.
Por eso su decisión de venir a morir a su Medellín, y, como quien cumple una cita, lo hizo dándole pelea a la pelona. A esa hora que no se le puede mamar gallo Jaime Espinel le mamó galló, se rió de ella desde su cuerpo desvencijado. Hoy nos acompaña su obra, su voz afinada sobrevive al enfisema y podemos, gracias a la tecnología, escuchar todavía a este cantante de boleros, sones, bambucos, porros. No nos cuenta ya sus anécdotas, pero él mismo es una gran anécdota. Ahora está en la eternidad, que es una antesala del olvido, y justamente para combatir ese olvido, escribimos aquí, recordando a Barquillo.