Aviso

 

Según la visión colonial del mundo (y, a su peculiar manera, la visión de Donald Trump no podría ser más colonial) los colonizadores europeos blancos eran asediados faros de civilización, racionalidad y progreso que se enfrentaban a peligrosas hordas bárbaras más allá de sus propias fronteras (e incluso a veces dentro de ellas).

Así pues, la violencia colonial era una forma necesaria de autodefensa que se requería para domeñar las erupciones irracionales de brutalidad entre las personas colonizadas. Es importante entender esta visión del mundo para encontrar sentido a la devoción de ambos partidos estadounidense por Israel, en la que se incluye tanto la glorificación de la violencia israelí y la criminalización del pueblo palestino, como los recientes ataques del gobierno Trump a la Sudáfrica negra, a estudiantes activistas y a las personas inmigrantes.

La ley británica de 1688 «para el gobierno de los negros en la isla caribeña de Barbados declaraba que «los negros […] tienen una naturaleza bárbara, salvaje y feroz que los hace totalmente incapaces de ser gobernados por las leyes, costumbres y prácticas de nuestra nación: por consiguiente, es absolutamente necesario elaborar y promulgar otras constituciones, leyes y órdenes para regularlos u ordenarlos adecuadamente, y que eso pueda contener los desórdenes, las violaciones y las inhumanidades a las que son propensos y está inclinados de forma natural».

Cuando leí estas palabras hace poco, oí extraños ecos de cómo el presidente Trump habla acerca de las personas emigrantes, palestinas y sudafricanas negras. El texto de la ley antes citada ilustraba lo se iba a convertir en la ideología colonial que viene de antiguo: las personas colonizadas son imprevisiblemente «bárbaras, salvajes y feroces», de modo que la potencia colonial debe gobernarlas con un corpus diferente de (severas) leyes y, aunque no se afirme directamente, se les debe asignar un estatus legal diferente del estatus en el que se contemplan derechos que los colonizadores se otorgaron a sí mismos. Debido a su «naturaleza bárbara, salvaje y feroz», inevitablemente la violencia iba a ser necesaria para tenerlos bajo control.

La colonización significaba llevar a los europeos blancos a enfrentarse a esos supuestamente peligrosos pueblos en sus tierras, a menudo lejanas. Como en Barbados, también significaba llevar a personas supuestamente peligrosas a nuevos lugares, y utilizar la violencia y leyes brutales para controlarlas en ellos. En Estados Unidos significó tratar de desplazar o eliminar a lo que la Declaración de Independencia denominó «despiadados indios salvajes» y justificar la violencia blanca por medio de códigos de esclavos basados en el que los británicos utilizaron en Barbados ante la siempre presente amenaza que supuestamente suponía la población negra esclavizada.

Aquella nefasta ley de 1688 también puso de manifiesto cómo difuminaba el colonialismo las fronteras entre Europa y sus colonias. A medida que la Europa expansionista se expandía cada vez más, llevaba a los mismos espacios físicos a personas europeas poseedoras de derechos y a aquellas personas a las que excluía, reprimía o dominaba por medio de la colonización, la esclavitud, la deportación y la guerra. Las y los africanos esclavizados estaban dentro del territorio, pero fuera del sistema legal. La expansión exigía violencia, además de unas elaboradas estructuras legales e ideologías para hacer cumplir y justificar quién formaba parte de ello y quién no iba a formar parte nunca, y, en efecto, cada vez más violencia para mantener el sistema.

Unas ideas que aún nos acompañan

Los legados del colonialismo y el conjunto de ideas que sustentan la ley de 1688 aún nos acompañan y su objetivo siguen siendo los pueblos antes colonizados (y todavía colonizados).

Dada la naturaleza cada vez más inestable de nuestro mundo debido a la guerra, la política y la cada vez mayor presión del cambio climático, cada vez más personas han tratado de abandonar sus asediados países y emigrar a Europa y a Estados Unidos, donde se encuentran con una corriente en auge de racismo hacia las personas emigrantes que reproduce una versión moderna del antiguo racismo colonial. Europa y Estados Unidos, por supuesto, se reservan el derecho a denegar la entrada o conceder únicamente un estatuto parcial, temporal, revocable y limitado a muchas de las personas que buscan refugio en sus países. Estos estatus diferentes significan que, una vez que están en el país, están sujetas a sistemas legales diferentes. Por ejemplo, en el Estados Unidos de Donald Trump, Estados Unidos se reserva el derecho a detener o deportar a su antojo incluso a personas que poseen un permiso de residencia permanente [green card] afirmando simplemente que su presencia supone una amenaza, como en el caso del graduado en la Universidad de Columbia y activista palestino Mahmoud Khalil, que fue detenido en Nueva York, pero rápidamente fue trasladado detenido a Louisiana.

El racismo colonial ayuda a explicar la idolatría del gobierno Trump por la violencia israelí contra la población palestina. En el más puro estilo colonial, Israel se basa en leyes que conceden plenos derechos a algunas personas, al tiempo que justifica la represión (por no hablar del genocidio) de otras. Como el Código del esclavo de Barbados, la violencia israelí siempre afirma «contener los desórdenes, las violaciones y las inhumanidades a las que [las y los palestinos] son propensos y está inclinados de forma natural».

Sudáfrica, por supuesto, lucha todavía contra su legado colonial y postcolonial, incluidas varias décadas de apartheid que crearon unas estructuras legales y políticas que privilegiaron de forma desproporcionada a la población blanca del país. Y, a pesar de que el apartheid es ahora un legado del pasado, los actuales intentos de reparar el daño que causó, como la ley de reforma de la propiedad de la tierra de enero de 2025, no han hecho más que suscitar la ira del presidente Trump en unos términos que se hacen eco de su reacción incluso ante los más modestos intentos de fomentar la «diversidad, equidad e inclusión» (o esa temida abreviatura de la era Trump, DEI [por sus siglas en inglés: «diversity, equity, and inclusion»] en instituciones estadounidenses que van desde el ejército a la universidad.

Con todo, Israel sigue siendo un dechado de virtud y gloria a ojos de Trump. Sus múltiples estructuras legales mantienen a la población palestina excluida legalmente en una diáspora de la que no se le permite regresar, bajo una devastadora ocupación militar, con la amenaza constante de ser expulsada de las ocupadas Cisjordania y Gaza, y en el ocupado Jerusalén Oriental, donde son residentes israelíes, pero no una ciudadanía de pleno derecho y que está sujeta a múltiples exclusiones legales por ser personas no judías (por supuesto, Donald Trump tuvo una fantasía similar cuando imaginó reconstruir Gaza como una «Riviera» de Asia Occidental, mientras expulsaba a la población palestina de la zona). Incluso a aquellas personas que son ciudadanas de Israel se les niega explícitamente una identidad nacionalidad y están sujetas a muchas leyes discriminatorias en un país que afirma representar el «hogar nacional del pueblo judío» y al que se prohíbe retornar a la población palestina desplazada en base a que «el asentamiento judío es un valor nacional».

Discriminación buena, discriminación mala

Últimamente, por supuesto, los políticos y expertos de derechas de Estados Unidos han denunciado cualquier política que reivindique protecciones especiales, o incluso el reconocimiento académico o jurídico, para los grupos a los que se ha marginado durante mucho tiempo. Antes denominaban con sorna todo eso «teoría crítica de la raza» y ahora denuncian los programas DEI por ser divisivos y -¡sí! – discriminatorios, e insisten en que se desmantelen o eliminen.

Al mismo tiempo, hay dos grupos a los que esos mismos actores de derechas intentan proteger con ahínco: las personas sudafricanas blancas y las judías. En la orden ejecutiva de Trump del pasado mes de febrero que recortaba la ayuda a Sudáfrica y ofrecía el estatus de refugiado a las personas sudafricanas blancas afrikaners (y solo a ellas), acusaba al gobierno de ese país de promulgar «innumerables […] políticas destinadas a desmantelar la igualdad de oportunidades en el empleo, la educación y los negocios». Carece de importancia que semejante idea de Sudáfrica sea pura fantasía, lo que Trump quería decir, por supuesto, era que se estaban desmantelando las políticas del legado del apartheid que privilegiaban a las personas blancas.

Mientras tanto, su gobierno ha desmantelando aquí [en Estados Unidos] las verdaderas políticas de igualdad de oportunidades, a las que califica de «programas ilegales e inmorales de discriminación, cuyo nombre es “diversidad, equidad e inclusión (DEI)”». ¿Cuál es la diferencia? El presidente Trump se enorgullece de acabar con las políticas que crean oportunidades para las personas de color, al igual que le indignó la ley de reforma de la propiedad de la tierra de Sudáfrica que socavaba el privilegio histórico de los terratenientes blancos sudafricanos. Su ataque a la DEI refleja su ofensiva para anular la idea misma de crear una igualdad de acceso de facto para una ciudadanía (especialmente las personas de color) a la que durante mucho tiempo se le ha negado.

Trump y sus aliados también están obsesionados con lo que su orden ejecutiva del 30 de enero  denominó una «explosión de antisemitismo». A diferencia de las personas negras, las originarias estadounidenses, las latinas, las LGBTQIA+ u otros grupos a los que históricamente se ha marginado en Estados Unidos, se considera a las personas judías estadounidenses (como a las afrikaners) un grupo que merece una protección especial.

¿Cuál es el origen de esta supuesta «explosión» de antisemitismo? La respuesta: «extranjeros pro-Hamas y radicales de izquierdas» quienes, según Trump, están llevando a cabo «una campaña de intimidación, vandalismo y violencia en los campus y las calles de Estados Unidos». Dicho de otro modo, la siempre presente amenaza bárbara se personifica ahora en las personas «extranjeras» y «radicales» que cuestionan la violencia colonial israelí y el orden global dominado por Estados Unidos.

Y, ¡esto es importante!, no todas las personas judías merecen esa protección especial, sino solo aquellas que se identifican con la violencia colonial de Israel y la apoyan. La actual obsesión de la derecha estadounidense por el antisemitismo tiene poco que ver con los derechos de las personas judías en general y todo con su compromiso con Israel.

Hasta la menor desviación del apoyo declarado y absoluto a la violencia israelí le valió al líder de la minoría en el Senado, Chuck Schumer, el desprecio de Trump, que lo calificó de «orgulloso miembro de Hamas» y añadió: «Se ha convertido en palestino. Era judío, ya no lo es, es palestino». Al parecer, para Trump la propia palabra «palestino» es una injuria.

La violencia israelí es «sensacional», mientras que la palestina es «brutal»

Tanto los medios de comunicación estadounidenses como los altos cargos de ambos partidos han aplaudido en general la violencia israelí. En septiembre de 2024 el New York Times se refirió a los «dos días de sensacionales ataques israelíes que hicieron explotar buscapersonas y radios portátiles de todo Líbano», y que mataron a docenas de personas y mutilaron a otras miles. El Washington Post publicó el siguiente titular: «El ataque israelí de los buscapersonas, un triunfo de los servicios de inteligencia». El presidente Joe Biden elogió después el asesinato por parte de Israel del dirigente de Hezbollah Hassan Nasrallah en septiembre por ser «una medida de justicia» y calificó el asesinato por parte de Israel del líder de Hamas Yahya Sinwar un mes después de «un buen día para Israel, para Estados Unidos y el mundo». Sobre el asesinato por parte de Israel del principal negociador de Hamas, Ismael Haniyeh, en plenas negociaciones de alto el fuego patrocinadas por Estados Unidos en agosto, Biden solo pudo lamentar que «no era práctico».

Comparen lo anterior con la indignación que se generó cuando el profesor de Estudios sobre Asia Occidental de la Universidad Columbia Joseph Massad escribió en un artículo sobre las reacciones en el mundo árabe al ataque de Hamas del 7 de octubre que «fue increíble ver a los combatientes de la resistencia palestina atacando los checkpoints israelíes que separan Gaza de Israel». La entonces rectora de la Universidad de Columbia Minouche Shafik lo denunció ante el Congreso simplemente por haber reflejado esas reacciones árabes, y afirmó que estaba «horrorizada» y que Massad estaba siendo investigado porque su lenguaje era «inaceptable». La rectora insistió en que si ella hubiera conocido sus opiniones, Massad nunca habría obtenido la plaza fija. Al parecer, solo la violencia israelí puede ser «sensacional» o un «triunfo».

Por otra parte, el 9 de octubre en Harvard varios grupos de estudiantes solidarios con Palestina citaron las palabras de altos cargos israelíes que prometían «abrir las puertas del infierno» en Gaza. «Consideramos que el régimen israelí es totalmente responsable de toda la violencia que está teniendo lugar», escribieron. A pesar del hecho de que muchas fuentes israelíes decían palabras similares, la representante republicana Elise Stefanik publicó el siguiente post: «Es aborrecible y atroz que estudiantes de Harvard culpen a Israel de los brutales ataques de Hamas». Observen que se utiliza la palabra «brutal» que aparece en el Código del Esclavo y que mencionaban constantemente periodistas, intelectuales y políticos cuando se trataba de Hamas o de la población palestina, pero no de la israelí.

Cuando en noviembre de 2024 Estados Unidos vetó (por cuarta vez) una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que pedía un alto el fuego en Gaza, el mundo se horrorizó. La ONU advirtió que, al cabo de un año de intensos bombardeos israelíes y 40 días de bloqueo total del suministro humanitario, dos millones de personas palestinas «estaban haciendo frente a unas condiciones de supervivencia cada vez más precarias». El director de Human Rights Watch en la ONU acusó a Estados Unidos de actuar «para garantizar la impunidad de Israel mientras su ejército sigue cometiendo crímenes contra la población palestina en Gaza». Sin embargo, el embajador estadounidense defendió el veto argumentando que, aunque la resolución pedía la liberación de los rehenes israelíes retenidos en Gaza, no indicaba lo suficiente la «relación». Y, por supuesto, las armas estadounidenses, incluidas las increíblemente destructivas bombas de 2.000 libras, han seguido fluyendo a Israel en cantidades impresionantes mientras continúa el genocidio.

Relacionar a las personas inmigrantes, las palestinas y Sudáfrica

Más cerca de casa, el ataque en toda regla de Trump a las personas inmigrantes ha resucitado lo peor del lenguaje colonial. Por ejemplo, el Marshall Project [Proyecto Marshall] ha analizado algunas de sus principales afirmaciones y la frecuencia con la que las ha repetido: «Los inmigrantes no autorizados son criminales [lo repitió más de 575 veces], son serpientes que muerden [más de 35 veces], se comen a los animales domésticosprovienen de cárceles y de instituciones mentales [más de 560 veces], cometen crímenes en ciudades santuario [más de 185 veces] y una serie de trágicos casos aislados demuestran que están asesinando a personas estadounidenses en masa [más de 235 veces]». ¡Es evidente que se necesitan leyes draconianas para controlar a semejantes monstruos!

Trump también ha prometido deportar a millones de personas inmigrantes y ha promulgado una  serie de órdenes ejecutivas destinadas a incrementar la detención y deportación de aquellas personas que viven en Estados Unidos sin autorización legal («indocumentadas»). Otro grupo de órdenes ejecutivas tiene por objetivo despojar de su estatus a millones de personas inmigrantes que actualmente están aquí [en Estados Unidos] con autorización legal y revocar el Estatus de Protección Temporal, los permisos de trabajo, los visados de estudiante e incluso los permisos de residencia permanente. Una de las razones de hacerlo es aumentar la cantidad de personas que pueden ser deportadas, puesto que, a pesar de toda la retórica y todo el espectáculo, hasta ahora el gobierno ha luchado para conseguir unas cantidades ligeramente parecidas a las que ha prometido.

La relación que hay entre esta ofensiva antiinmigrante y el afecto de Trump por el Israel judío y la Sudáfrica blanca es obvia en diferentes sentidos. Al tiempo que se recibe con los brazos abiertos a las personas blancas sudafricanas (aunque pocas están viniendo), se ataca a otras personas inmigrantes. Se ha señalado especialmente a estudiantes que carecen de ciudadanía y a otros estudiantes por supuestamente «celebrar las violaciones, secuestros y asesinatos masivos de Hamas». En este sentido destacan los casos de Mahmoud Khalil, Rasha AlawiehMomodou TaalBadar Khan SuriYunseo Chung y Rumeysa Ozturk (y quizá otros para cuando se publique este artículo). El gobierno Trump denigra constantemente los movimientos a favor de los derechos del pueblo palestino y de las personas inmigrantes calificándolos de amenazas violentas que hay que contener .

También se establecen otras relaciones más profundas. En opinión de Trump, las personas inmigrantes que provienen de lo que en su momento Trump calificó de «países de mierda» no solo son propensas a la violencia y a la delincuencia, sino que también tienden a tener opiniones antiestadounidenses y antiisraelíes, lo que supuestamente pone en peligro a este país. En su orden ejecutiva sobre Sudáfrica se acusa a su gobierno de «haber adoptado posturas agresivas respecto a Estados Unidos y sus aliados, incluido el acusar a Israel […] de genocidio ante la Corte Internacional de Justicia» y de estar «minando la política exterior de Estados Unidos, lo que supone una amenaza para la seguridad nacional de nuestra nación», prácticamente las mismas palabras que las utilizadas para justificar que se revocaran los visados de Khalil y otras personas. Dicho de otro modo, hay amenazas por toda partes.

Trump y sus colaboradores utilizan el antisemitismo como arma para atacar a estudiantes que se manifiestan, a las organizaciones judías progresistas, la libertad de expresión, a las personas inmigrantes, la educación superior y otras amenazas a su visión del mundo de colonizador.

Sin embargo, en realidad Estados Unidos, Israel y la Sudáfrica blanca existen como anacronismos coloniales en lo que, haciéndose eco del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, el presidente Joe Biden calificó de «vecindario increíblemente peligroso» (para Israel). Y Trump no ha hecho sino insistir machaconamente en esa idea.

Resulta extraño imaginarlo, pero sin duda los dueños de plantaciones de Barbados estarían orgullosos de ver que sus descendientes ideológicos siguen imponiendo un control violento en nuestro mundo, mientras esgrimen las ideas racistas que ellos propusieron en el siglo XVII.

Aviva Chomsky es profesora de Historia y coordinadora de Estudios Latinoamericanos en la Salem State University de Massachusetts. Está a punto de publicarse su último libro Is Science Enough?  Forty Critical Questions about Climate Justice.