El exponencial aumento de las mal llamadas redes sociales ha favorecido la irrupción de conductas profundamente «antisociales». Se trata de dispositivos comunicacionales que fomentan el individualismo, el aislamiento y que a partir de la facilidad con que puede recurrirse al anonimato crean las condiciones para la proliferación de fake news (noticias falsas) y virulentos mensajes de odio en la mayoría de los casos políticamente motivados. Diversos estudios señalan que a comienzos del 2024 existían 5.037 millones de usuarios de internet en todo el mundo. Facebook iba a la cabeza de la lista con 3.049 millones seguido por YouTube con 2.491, mientras que WhatsApp e Instagram tenían 2.000 millones, TikTok 1.362 y WeChat, el competidor chino de WhatsApp, 1.336. La red X, ex Twitter, se situaba mucho más abajo en el ranking por la pérdida de usuarios resultante de su adquisición por el magnate Elon Musk.
Según algunas estimaciones, el total de usuarios consignados más arriba equivaldrían al 62,3% de la población del planeta, pero esta conclusión debe ser seriamente objetada si se tiene en cuenta que muchos usuarios individuales suelen inscribirse con varios perfiles en una misma red y si, además, se toma en cuenta la gran cantidad de «granjas de trolls» que multiplican de modo espurio el número de usuarios. Estas han adquirido una importancia extraordinaria en los últimos tiempos y hay millones en todo el mundo, cada una de las cuales maneja decenas de miles de perfiles de personas que no existen en la realidad. Su objetivo es manipular a la opinión pública, o influenciar a ciertos targets muy específicos dentro de ella identificados por los algoritmos como sectores muy propensos a la favorable recepción de cierto tipo de mensajes. Por ejemplo, usuarios homofóbicos, racistas, supremacistas, sexistas, xenófobos, pero también otros abiertos a la recepción de mensajes radicales, de izquierda o derecha. La lista sería interminable y el proceso de targeting cada vez más específico y socialmente recortado ha hecho metástasis en la globosfera.
Debido a ello es que las granjas de trolls son una enorme fábrica de producción y difusión automatizada de fake news, mensajes de odio, ataques a figuras públicas y exaltación de otras, y la instalación de una agenda invariablemente manipulada por los grupos dominantes. El objetivo es inclinar a la opinión pública en la dirección deseada, creando polémicas distractoras, satanizando a ciertos líderes políticos o sociales, incluso sus organizaciones, y procurando influir en la población en vísperas de un proceso electoral. Los datos que surgen del análisis de distintos países confirman la eficacia de estos dispositivos.
El anonimato y la casi total impunidad que es consustancial a este tipo de actividades, que pone seriamente en cuestión el funcionamiento de los regímenes democráticos, facilitó el ascenso a la superficie de los discursos de la extrema derecha, en algunos casos abiertamente neonazis, que en el pasado circulaban en los subsuelos más profundos de nuestras sociedades, pero sin asomarse públicamente por temor a la sanción social. Hoy eso se ha terminado y propuestas o vituperaciones otrora juzgadas como «antisociales», «inmorales», «fascistas» o «nazis» circulan ampliamente en las redes sociales. Toda esta lamentable perversión de la comunicación es favorecida por la comprobada rápida viralizacion de las noticias falsas o mensajes de odio, cosa que ocurría mucho más lentamente en la «galaxia Gutenberg», la fase previa al advenimiento de la «era digital». Con un agravante: un estudio hecho en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) ha revelado que las fake news son más creídas que las noticias verdaderas, y que viajan más rápido en la red.
El reverso de esta peligrosa realidad es también inquietante porque la credibilidad que gozan los medios tradicionales ha descendido dramáticamente en las últimas décadas. Mediciones realizadas a través de encuestas señalan que en 2023 solo el 33% de los argentinos confiaba en los medios, cifra igual a la de Japón e incluso un poco superior que al 31% de Gran Bretaña. Y en Estados Unidos esta cifra mejoraba, pero un poco: 39%. Conclusión: las noticias falsas circulan en proporción inversa a la credibilidad de los medios tradicionales, y la de estos va claramente en descenso, sobre todo en Occidente.
En acto. Discurso del mandatario argentino en la Fundación Libertad, el 24 de abril.
Foto: NA
Espectáculo grosero
Una de las consecuencias más preocupantes de estos fenómenos que nos ha traído la era digital ha sido la naturalización de los discursos del odio y la aceptación de la crueldad como una forma también normal de relacionamiento social. Esto se percibe con claridad en un caso de excepcional trascendencia, por el cargo que ocupa quien incurre en tales conductas: el presidente Javier Milei. En efecto, este personaje ha hecho uso y abuso de expresiones agraviantes y groseras, propias de un «bocasucia» para insultar y descalificar a sus críticos. La procacidad que ha exhibido en numerosos actos oficiales, y ante dignatarios extranjeros –como José María Aznar y el actual presidente del Uruguay Luis Lacalle Pou– en su reciente intervención en la cena de la Fundación Libertad, un lobby patrocinado y financiado por dineros estadounidenses, habla de los extremos a los que puede llegar la degradación de la política en manos de líderes que deben su efímera primacía a las redes sociales. En esa ocasión Milei se volvió a olvidar de que es el presidente de los argentinos, olvido que por desgracia es ya una constante, y protagonizó un patético stand up repleto de groserías, bromas de mal gusto e imitaciones difamatorias de personajes públicos. Todo este lamentable espectáculo, que nos avergüenza ante el mundo, se combina con el sádico placer que expresa cuando se refiere a los recortes en los «gastos sociales» causados por su «motosierra», en una conducta que habla de una patológica insensibilidad relativa a las consecuencias de sus actos que generan pobreza, hambre y muerte.
¿Cómo explicar tamaña crueldad? Respuesta: Milei no habita en este mundo, sino que como todo profeta, insuflado por un insaciable fanatismo, vive en su perverso microcosmos blindado con siete láminas de acero y en donde no penetran el sufrimiento y los gritos de dolor que sus decisiones como presidente causan a millones de argentinos. Sus seguidores, que por ahora son muchos en las redes sociales, parecerían ajustarse a una aguda observación del ensayista español Basilio Baltasar cuando dijo que «el ciudadano modélico de la globosfera –ese que mayoritariamente ha apoyado hasta ahora a Milei– es un infante incauto e ingenuo, impotente y recompensado con cebos y placebos, hipnóticos y adictivos. El ciudadano de la globosfera fue tiempo atrás un ser humano y ahora es un muñeco. Pobre desgraciado». Confiemos que esta involución no sea irreversible y que lo afirmado por Engels cuando le atribuía al trabajo el papel decisivo en la transformación del mono en hombre, no vaya a ser desmentido por la globosfera que devuelve a hombres y mujeres a sus orígenes simiescos. Es de esperar que el muñeco, vapuleado y pauperizado por la despiadada lógica de los mercados recupere más pronto que tarde su humanidad y su voluntad de construir un mundo mejor.
Lo de Milei es un extravío inaudito que en otros tiempos no habría pasado de ser una extravagante curiosidad en los paneles televisivos. Pero si llegó a la Casa Rosada es porque el delgado estrato de los super millonarios argentinos y las más grandes empresas nacionales y extranjeras, amén del Gobierno de Estados Unidos, detectaron en su personaje, más que en su persona, al hábil demagogo de la extrema derecha, un fascista y macartista de pura cepa, cuyos brutal gestualidad y encendida verba captarían la voluntad de un electorado empobrecido por los últimos Gobiernos y favorecerían inmensamente a sus intereses. Cuando la venta, la subasta o la gratuita entrega del país y sus riquezas se haya consolidado serán estos estupefactos e incómodos aplaudidores de la cena arriba mencionada quienes se encargarán de señalarle la puerta de salida y despedirán al troglodita anarcocapitalista sin mayores contemplaciones. Incluso por la fuerza.