Aviso

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Hay veces que a los comunicadores populares nos cuesta escribir. Más aún, diría que nos indigna hacerlo, sabiendo que nuestras palabras rebotarán en grandes sentimientos de indiferencia. Sin embargo, me siento obligado a opinar sobre una nueva tragedia sucedida en Palestina. La noticia de la que quiero hablarles relata una verdadera tragedia, como tantas de las que desde hace casi siete décadas vienen sucediendo en los territorios ocupados por Israel.

 

Un adolescente palestino de 17 años, Muhammad Nasser Tarayra, al parecer se habría introducido en un asentamiento ilegal de Kiryat Arba, en las afueras de Hebrón, y después de entrar en una de las cómodas viviendas que casi siempre poseen los colonos ocupantes, habría acuchillado en su dormitorio a otra adolescente de 13 años, Hallel Yafa Ariel. La niña murió poco después en el hospital adonde había sido trasladada, y el adolescente palestino fue abatido a tiros, como se acostumbra en estos casos, tenga o no tenga un cuchillo en sus manos.

Esos son los hechos contados en frío por las agencias internacionales, que no dudan en designar al jovencito Tarayra como un “peligroso terrorista” y a la niña judía-estadounidense como la “víctima de un asesinato vicioso”, según acotara en su particular estilo el primer ministro sionista Benjamín Netanyahu.

Sin ninguna duda es un horror que dos adolescentes que podrían estar noviando, riéndose en algún bar o yendo como buenos amigos a un cine o una discoteca, hayan estado metidos, ambos, en una situación de la que ninguno de los dos son totalmente responsables. 

 

Hay otros detalles que no cuentan los medios y mucho menos si son israelíes o fieles a sus matrices de opinión. El joven Tarayra vivía en Bani Naim, Hebrón, y eso ya significa mucho en este conflicto donde la brutalidad de un ejército ocupante se une con la provocación, muchas veces asesina de los colonos y colonas sionistas. Hebrón es, como Gaza, una verdadera cárcel a cielo abierto, con la diferencia de que a pesar de todas las bombas lanzadas y la destrucción generada sobre el pueblo gazatí, allí por lo menos, los pobladores no se cruzan a diario con los uniformes del ejército israelí. En cambio, en Hebrón, los habitantes palestinos de ese  poblado viven en crispación permanente ya que adultos y jóvenes colonos no cesan de atacarlos, provocarlos, humillarlos. Tanto es así, que desde los pisos altos de sus departamentos no cesan de arrojar sus excrementos, botellas, piedras, hierros y todo tipo de objetos punzantes contra la parte baja de las casas de sus vecinos palestinos. Estos han tenido que rodearse por completo de rejas laterales e incluso techos alambrados para que sus niños y niñas no sean alcanzados por todo lo que lanzan coléricos colonos que repiten como una letanía: “árabes hijos de puta”, “los vamos a matar”, “váyanse”.

Cuando los niños de Hebrón salen hacia las escuelas de la zona, o cuando las y los adolescentes palestinos hacen lo mismo hacia la Universidad, deben hacerlo rodeados de sus familiares adultos para protegerlos de los ataques a golpes que producen verdaderas patotas de jóvenes sionistas. Lo mismo ocurre cuando por la tarde vuelven ellos y ellas de sus actividades. Mientras tanto, los soldados ríen o aplauden a sus colonos. y otros, no dudan en sumarse a golpear o detener a los palestinos que optan por rebelarse frente a tantas injurias y violencia cotidiana.

Estos ataques, es necesario recordarlo, ocurren los 365 días del año, lo he visto con mis propios ojos cuando tuve la oportunidad de visitar esa tierra tan sacrificada pero a la vez tan resistente. Hay decenas de vídeos en las redes que muestran con lujo de detalles estos hechos y la impunidad con que se producen.

¿Cómo creen que pueden estar los ánimos de quienes viven en ese marco? ¿Cuál sería nuestro propio comportamiento, no ceso de preguntarme, si nos ocurriera algo así en nuestro barrio, o en nuestras ciudades? No una vez, no dos, sino cientos, miles de días. Es difícil poder responder a esto desde la distancia, pero sin dudas son situaciones límites provocadas por algo que a esta altura es innegable. Se trata de un territorio invadido, martirizado, y abandonado a su suerte por la hipocresía de la comunidad internacional.

Pero hay algo más, y lo digo desde el dolor de imaginarme la visión de ambos cadáveres de dos chicos destrozados por una violencia que comenzó en 1948 con la Naqba (la catástrofe) y se ha extendido durante 68 años, generada por los halcones israelíes. Como ocurre habitualmente en estos casos, haya muertos o no, numerosos efectivos del ejército acordonaron la ciudad natal del joven palestino Tarayra, le quitaron los permisos de trabajo a los miembros de su familia y las topadoras procedieron a demoler la casa en donde habitaba con sus padres y tíos.

 

Desde Tel Aviv, Netanyahu amenazaba a la Autoridad Palestina para que condene inmediatamente “el crimen producido por uno de sus seguidores”, y advertía “al mundo para que presionen a los incitadores de estos crímenes contra nuestros ciudadanos”. Lo que no dijo el premier sionista es que desde octubre hasta la actualidad sus fuerzas militares ya han asesinado a 220 palestinos, ni que fue precisamente en ese mes cuando comenzó esta nueva oleada de rebeldía y desesperación de palestinos y palestinas, al ver que la Mezquita de Al Aqsa era ocupada por colonos y judíos ortodoxos en una provocación de gran magnitud, algo que volvió a repetirse días atrás durante el Ramadán. Ni tampoco el jefe israelí le cuenta al mundo, que como bien señalan organizaciones de derechos humanos palestinas e israelíes, gran parte de los muertos palestinos sucedieron a consecuencia del estado de venganza, revanchismo, odio y crisis nerviosa en que están las tropas israelíes que pisan con prepotencia un territorio que no les corresponde. 

 

Organizaciones no gubernamentales israelíes como B’Tselem y Médicos por los Derechos Humanos han denunciado que en múltiples ocasiones los soldados han baleado a jóvenes desarmados “por prevención o por miedo”, y que las medidas punitivas encaradas por el gobierno sionista se han convertido en un “castigo colectivo” y “venganza sancionada por la propia Corte israelí”, en clara violación del derecho internacional.

 

Por otro lado, es verdad que muchos jóvenes palestinos, desesperados por la situación de opresión que viven, hartos de la agresión física y psicológica que los abarca tanto a ellos como a sus familias, conmocionados por estar separados por un muro gigantesco que cada vez se extiende por su territorio, golpeados por la falta de trabajo y de expectativas a futuro, o por tener a muchos de sus amigos, padres y hermanos en cárceles-tumbas por decenas de años, o por el sentimiento de que muchos de sus dirigentes no están a la altura de las circunstancias o directamente han traicionado sus reclamos históricos, un buen día toman la decisión de jugarse el todo por el todo en acciones espontáneas y solitarias, en las que en la gran mayoría de los casos mueren en el intento.

 

Mientras esto ocurre, y los cadáveres de Tarayra y Hallel hoy son llorados por sus respectivos familiares, en Tel Aviv los jerarcas sionistas con Netanyahu y Avigdor Lieberman a la cabeza siguen prometiendo más y más violencia. Otros chicos y chicas como Hallel, son educados en la idea que esos que están en la Palestina ocupada son el “enemigo” y muy pronto, cuando esos niños crezcan portarán un fusil, serán alistados en el ejército y se lanzarán a cazar a otros jóvenes como ellos, a ocuparles sus casas, a destruir sus olivares, a matar a los sospechosos. 

 

Una última pregunta: ¿No habrá llegado el momento que una parte de la sociedad israelí no ganada por la ideología del terror de sus gobernantes, se decida a ponerse de pie y enfrenten a aquellos que están dispuestos a que Tarayra y Hallel se sigan multiplicando por diez, por cien, por mil, para toda la vida?