Sí. Y por artes del Imperio. Del odioso imperio. Porque nuevamente y después de 59 años, cuando los Estados Unidos por boca de su presidente Barak Obama pareciera haber hecho un acto de contrición y de vindicación histórica reconociendo cuando menos el carácter de error del bloqueo económico, comercial y financiero de esa potencia a la  mayor de las Antillas, el nuevo presidente demócrata Joe Biden -y aquí se demuestra que en la materia republicanos y demócratas son la misma cosa-, lo arrecia reviviendo las agresivas medidas que había tomado el ya olvidado Donald Trump, y  revocando las concesiones que había hecho Barack Obama. Este, paradójicamente el gran impulsor de la candidatura presidencial de Biden.

Del bloqueo norteamericano mucho se habla. Y casi unánimemente, en contra. El común de las gentes del mundo tiene una posición razonable y ecuánime sobre su perversidad intrínseca. Y aun sin una elaboración jurídica y política sobre

la materia, una  intuición que parte del corazón y llega al cerebro, les dicta que allí se   violenta la justicia, se agrede al menos fuerte, se vulneran todos los derechos. Y sí: de eso queremos tratar: de cómo en efecto esa intuición está soportada en una realidad normativa del mayor nivel de respetabilidad, como que en últimas  remite a codificaciones milenarias tan sacras que se  las considera existir antes de ser decretadas. A conceptos que hoy son el cuerpo del  Derecho Internacional y del  Derecho Internacional Humanitario y se corresponden con normas ínsitas en la conciencia humana por lo que incluso tuvieron  aplicación –parcial e irregular, todo lo que se quiera-, mucho antes de 1864 cuando en la Conferencia Diplomática de Ginebra se comenzó a perfilar este nuevo Derecho. No es poca cosa entonces de lo que hablamos. Se trata de principios carísimos para la humanidad que  se insinúan  ya en libros como El Corán, la Biblia y el Mahabarata,  aplicados inclusive por legendarios guerreros de la antigüedad. ¿Alguien ha olvidado en lo más cruel de la guerra de independencia de nuestras naciones, la famosa entrevista entre Simón Bolívar y Pablo Morillo para  suscribir un Tratado de Regularización de la Guerra?

Pero ¿de dónde y  a qué viene este tema con relación al bloqueo norteamericano sobre Cuba y el consenso universal  que hay sobre él? Viene a propósito de que además de lo repudiable que por el sentido natural de las cosas él significa  como acto de agresión a la población  de un país con el que, para mayor absurdo no se está en guerra, esa medida es violación flagrante  por una parte contratante – Estados Unidos-, de la vasta y alta normatividad internacional sobre la paz y la guerra. Pero resaltamos: tanto más grave en cuanto si se estuviera en guerra, el DIH que parte  de admitir lo inevitable de los males de la guerra –muerte, destrucción- bajo ninguna circunstancia  acepta ataques masivos e indiscriminados contra la población civil. Y no lo dice sólo en términos militares, sino muy específicamente  en términos de providencias que una de las partes contendientes tome  en contra de la población de la otra en materia sanitaria y de alimentación.

Y sí: exactamente eso es el bloqueo norteamericano contra la nación cubana, lo cual sin discusión alguna, lo hace un crimen de derecho internacional violatorio de los Convenios  II y IV de Ginebra de 1949,  así como del Protocolo I de 1977 –art. 49- que proscriben la afectación innecesaria de lo civiles en la guerra, restringiéndoles el  acceso a alimentos, medicinas y sanidad. Que es elemento –uno apenas- del bloqueo del que tratamos. Acogiendo esa normatividad, la Asamblea General de las Naciones Unidas hace ya 47 años, en 1974,  proscribió entre los Estados signatarios  de su Carta la agresión económica como acto de guerra, y dentro de estos, el bloqueo. Y confesión de parte, los Estados Unidos sabedores de esta  preceptiva que los cobija y obliga, simplemente no lo  llaman tal, sino apenas “embargo”. Y parte sin novedad…. Pero hay más confesión de parte: el desclasificado documento del Departamento de Estado del 6 de abril de 1960 justificativo de la decisión del bloqueo, sin eufemismo alguno  dice algo que no por atroz, deja de ser  de libreto en la política exterior de los Estados Unidos para las naciones insumisas: hay que causar hambre y desesperación entre la población.  La mayor posible. Ello llevará a los pueblos a rebelarse contra el gobierno al que ven como responsable de su sufrimiento, y lo derrocarán.

Todas y cada una de las medidas tomadas a lo largo de los 59 años corridos desde aquella “orden ejecutiva” del presidente John Kennedy que implantó el bloqueo económico, comercial  y financiero contra Cuba, de alguna manera terminan  encuadradas dentro de las previsiones de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de las Naciones Unidas de 1948. Esto, por su claro propósito de doblegar a ese pueblo por hambre y carencias sanitarias.  Convención que tiene su lejano antecedente en la Conferencia Naval de 1909 en Londres que proscribió la utilización de  los alimentos y las medicinas como arma de guerra para someter a otra nación. Y al bloqueo lo tipificó como Genocidio. ¿Harán falta más razones  para relevar la ilegitimad y la iniquidad de esta política norteamericana? No en balde desde que a instancias de Cuba se comenzó a votar sobre el bloqueo en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1992, las 28 Resoluciones emitidas por este alto organismo han sido en forma  creciente y abrumadora en favor de la isla. La de este año de 2021 ha sido paradigmática de ello: 184 votos por el rechazo al bloqueo –que de acuerdo con la denominación oficial de quien lo aplica llaman embargo-, dos en contra del rechazo –Estados Unidos e Israel- y tres abstenciones:  Brasil, Colombia y Ucrania. Con la penosa actitud de los dos países latinoamericanos, por segunda vez en el dilatado término de las votaciones se rompió la unanimidad de América Latina y El Caribe  en contra del bloqueo. Bueno; ya la historia se encargará de dar cuenta de Jair Bolsonaro e Iván Duque, y habremos de ver a qué cesto los arrojará como una anomalía de ella.

Y es que el bloqueo norteamericano a la mayor de las Antillas afecta toda la vida económica del país. Porque él incluye la cooperación internacional, la inversión extranjera, las operaciones de comercio exterior –en ambos sentidos-, y la tecnología médica y sanitaria que tenga un diez por ciento de componente estadounidense. Y  ningún país del mundo -incluidos los ricos-, podría ser próspero y crecer  con estas restricciones. Sería inexorable su empobrecimiento.  Porque el bloqueo tiene entre varias, una arista especialmente perversa en la mira de que tenga las dimensiones  catastróficas que previeron sus diseñadores: la extraterritorialidad. Y esta  se manifiesta en un arsenal de leyes como la Torricelli de 1992 y la  Helms-Burton de 1996 y de medidas como la creación de una “Lista de Entidades Cubanas Restringidas” y una “Oficina para el Control de Activos Extranjeros –OFAC-”, a través de las cuales además del propio bloqueo bilateral, se penaliza vía cuantiosas multas, eliminación de visas a los directivos y  prohibición  de comerciar con los Estados Unidos o aun tener cuentas en sus bancos, a las empresas extranjeras que en el sentir de ellos deban acatar el bloqueo y no lo hagan.  Esto  incluye las firmas de cruceros y de operaciones aéreas, navales y hoteleras, un rubro fundamental en la economía del país. Y desde luego lo que menos quieren las empresas en el mundo, es que les sea vedado ese fabuloso mercado y tecnología.

Decíamos que el propósito expreso y manifiesto de la decisión de los Estados Unidos de bloquear un país, es que el pueblo desesperado por hambre se levante contra sus autoridades y las derroque. Ante la frustración de cincuenta y nueve años de fallida espera, el gobierno norteamericano decidió meter baza en el asunto.  Esto y no otro, fue  “el levantamiento” de este julio de 2021 en La Habana y algunas otras ciudades, donde según está documentado con pruebas inconcusas, pequeños grupos de descompuestos unos y gentes sin sentido de patria otros,  acatando una estrategia ideada, financiada y dirigida desde Miami, pretendieron dar la imagen de una gran revuelta popular contra el gobierno. Por eso, lo primero del libreto –y está acreditado-, era destruir la mayor cantidad de instalaciones y vehículos oficiales posibles. Lo otro, lo harían los medios, “la gran prensa” del “mundo libre” que  magnificaría el episodio difundiendo a los cuatro vientos la noticia de que  el pueblo dijo “no más”. Menos mal, la inmediata y formidable respuesta del verdadero pueblo, cientos de miles  colmando El Malecón,  puso las cosas en su sitio y develó la impostura.

¿Hasta cuándo Padre Simón, Nuestra América tendrá que padecer la sabiduría de tus palabras “Los Estados Unidos parecen predestinados por la Providencia…..”?