Aviso

 Hace unos días, la derechista Marta Lucía Ramírez, vicepresidenta de Colombia, se quejó de que su país «no debería estar en los titulares de todo el mundo por culpa de un puñado de sicarios y criminales». Pero es exactamente eso lo que está sucediendo, pues las noticias recientes revelaron que, de los 28 asesinos directamente involucrados en el asesinato del presidente haitiano Jovenel Moïse, 26 eran colombianos. No es ninguna casualidad: es una consecuencia de la próspera industria de sicarios financiada por el Estado colombiano.

El ejército de Colombia recibe entrenamiento de las secciones más avanzadas de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Con frecuencia, es subcontratado para proteger la propiedad privada de las empresas multinacionales, dirigir campañas de contrainsurgencia y realizar operaciones que involucran objetivos militares de alto valor. Estas ventajas comparativas hacen que el país lleve la delantera en el mercado internacional de sicarios.

Como es el caso de los agentes involucrados en el asesinato del presidente haitiano, muchos sicarios colombianos —a veces denominados «paramilitares» o «militares privados»— son miembros retirados de las Fuerzas Armadas de Colombia. En general, estos «empleados» fueron entrenados en ambientes de combate difíciles bajo dirección de las fuerzas armadas de Estados Unidos, y alguna vez formaron parte de escuadrones paramilitares de derecha. Pero no solo están muy bien entrenados para matar: también sucede que sus servicios son mucho más baratos que los que ofrecen los sicarios de otros países. 

De los 26 colombianos identificados en el asesinato del presidente haitiano, al menos 13 fueron militares y dos estaban siendo investigados por crímenes de guerra. Muchos estaban asociados con agencias de inteligencia estadounidenses: se demostró que al menos dos tenían vínculos con la DEA. Hasta hace solo dos años, Manuel Antonio Grosso Guarín, uno de los sicarios capturados, prestaba servicios en las fuerzas armadas colombianas, como experto en operaciones especiales. Desde esa posición comandó misiones de alto valor estratégico que incluían asesinatos.

CTU Security, la empresa de Miami que reclutó a los sicarios colombianos que actuaron en Haití, es propiedad de Tony Intriago, hombre de negocios venezolano que tiene conexiones con el derechista Iván Duque, presidente de Colombia. En febrero de 2019, Intriago ayudó a organizar el concierto «solidario» en la ciudad fronteriza de Cúcuta, cuyo objetivo era debilitar al gobierno venezolano.

Además, se confirmó que los sicarios colombianos no solo estuvieron directamente involucrados en operaciones en el país vecino, sino también en Irak y en Afganistán. Arabia Saudita recurrió a las empresas colombianas y contrató a decenas de sicarios para luchar en Yemen. También estuvieron en Honduras para defender los intereses de los terratenientes y se comprobó que participaron del golpe de 2009 contra Manuel Zelaya.

Las empresas colombianas recibieron una parte considerable de los 3100 millones de dólares que Estados Unidos gastó entre 2005 y 2009 en contrainsurgencia privada y operaciones antidrogas.

Acumulación primitiva de sicarios

El mercado de sicarios surgió en el marco de la guerra del Estado colombiano contra los insurgentes y activistas sociales de la izquierda. Pero, tal como reveló el asesinato perpetrado en Haití, la plaza de excomandos militares creció notablemente. 

Luego del asesinato de Moïse, el general Luis Fernando Navarro, comandante de las Fuerzas Armadas de Colombia, declaró que «no hay reglas que impidan que los mercenarios sean reclutados en el extranjero». Alentada por la Doctrina de Seguridad Nacional estadounidense de 2002, Colombia legalizó y fomentó el desarrollo de agentes armados no estatales, generalmente controlados por élites económicas como los terratenientes, los industrialistas y los traficantes de drogas.

El crecimiento de la industria de sicarios de Colombia coincidió con el crecimiento de las FARC de los años 1990, momento en que el gobierno implementó y luego expandió el sistema Convivir. Fue esta la reforma que habilitó la creación de fuerzas militares privadas controladas por las élites económicas, que colaboran con las autoridades gubernamentales, los militares y las unidades de inteligencia.

Los sicarios paramilitares fueron auspiciados por empresas multinacionales como Chiquita (ex-United Fruit Company), Drummond y Coca-Cola. Hoy se encargan de proteger la acumulación capitalista en todo el país, especialmente en los rubros del petróleo, el gas y el carbón.

Es de público conocimiento que las autoridades estatales colombianas mantienen relaciones estrechas con los grupos privados de sicarios. Se sabe que miles de policías y militares colombianos, junto a sesenta congresistas y siete gobernadores, estuvieron involucrados en acuerdos con entidades paramilitares de derecha. Además, en 2014, Wikileaks liberó un manual secreto de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos que mostró el gran apoyo que brindó Estados Unidos a una serie de operaciones y tácticas militares desarrolladas por aquellas entidades, por no decir nada sobre la censura, las operaciones psicológicas y la utilización de recompensas como parte de operaciones de alto valor militar.

El despliegue de sicarios colombianos a nivel mundial es parte de un proceso de privatización de la guerra a nivel internacional. En ese sentido, Colombia lleva la delantera: en 2014 había en el país alrededor de 740 empresas de defensa y en 2018 —luego de los acuerdos de paz de 2016—, el mercado de defensa estaba valuado en 11 100 millones de dólares. Se estima que en 2024 alcanzará los 47 200 millones.

Además del apoyo legal y logístico, el Estado colombiano nutrió intencionalmente una próspera industria de sicarios en Colombia al ofrecer sistemáticamente recompensas por las cabezas de los insurgentes. Quienes viajen por los territorios disputados se toparán con soldados que reparten panfletos con los nombres y las caras de los militantes sospechosos, junto a detalles de las recompensas ofrecidas a cambio de información que sirva para «neutralizarlos».

Hace muchos años que el uso de recompensas se volvió una práctica sistemática. Un avance definitivo en esta dirección ocurrió durante la presidencia derechista de Álvaro Uribe (2002-2010), quien presuntamente reclutó a miles de informantes pagos para formar parte de una red de inteligencia controlada por el Estado. Uribe, que viene de una adinerada familia de terratenientes y sigue siendo el político más influyente de Colombia, también fue uno de los partidarios más apasionados del uso de sicarios. Su presidencia estuvo plagada de casos que involucraban a escuadrones paramilitares, a los miembros de su familia y a dirigentes militares, policiales y de las áreas de inteligencia.

De hecho, hace mucho tiempo que los incentivos económicos forman parte de la estrategia militar del Estado. El escándalo conocido con el nombre de «falsos positivos» mostró que se ofrecía dinero y oportunidades laborales a soldados que hubieran matado rebeldes. Se sabe que los soldados muchas veces delegaron estos «falsos positivos» en los sicarios. 

El énfasis puesto en las recompensas monetarias con el fin de apilar muertos llevó a que las fuerzas militares colombianas profundizaron su cultura abusiva. En este marco, los soldados vistieron como guerrilleros a alrededor de 6400 civiles y los acusaron de ser insurgentes comunistas, todo con la expectativa de cobrar los premios estipulados por la Jurisdicción Especial de Paz (JEP).

Se cree que al menos dos de los sicarios que participaron en el asesinato del presidente de Haití estuvieron involucrados en el escándalo de los falsos positivos durante su carrera militar.

Industria nacional

En mayo fue asesinado Jesús Santrich, considerado el dirigente más carismático de las FARC. La operación se desarrolló en territorio venezolano, no se sabe si a cargo de las fuerzas estatales colombianas o de sicarios contratados por el Estado. 

Estados Unidos había tasado la cabeza de Santrich en 10 millones de dólares y el Estado colombiano ofrecía otra recompensa adicional. Las FARC dieron a conocer la muerte de Santrich a través de Telegram, con una foto de su mano ensangrentada y sin el meñique. Sugirieron que lo más probable era que hubiese sido asesinado por sicarios que buscaban una recompensa.

Sobre el asesinato de Santrich, un exmilitar colombiano reconvertido en sicario explicó que, aun antes del anuncio de la Segunda Marquetalia (FARC), sus fuentes en las Fuerzas Armadas Nacionales le habían confirmado que Santrich había sido asesinado. A pesar de que no estaba seguro de quién había estado detrás del homicidio, admitió que una de las explicaciones más probables era que los sicarios habían conducido la operación para cobrar la recompensa, muy generosa, por cierto, aun bajo los estándares que manejan estos grupos.

Esto no solo confirma que, antes del anuncio público de las FARC, las Fuerzas Armadas de Colombia tenían la certeza de que Santrich había sido asesinado, sino que los sicarios y los militares de Colombia mantienen relaciones fluidas y estrechas, y que su vínculo es facilitado por el Estado. 

No es sorprendente que, poco tiempo después, los sicarios hayan sido empleados nuevamente en Venezuela. Los sicarios colombianos operaron durante mucho tiempo en el territorio venezolano para debilitar al gobierno de Chávez y siguen haciéndolo con el fin de socavar la gestión de Maduro. En 2004, las fuerzas venezolanas detuvieron a un grupo de 153 paramilitares colombianos que conspiraban para asesinar a Hugo Chávez.

Tal como sucedió en el caso de Haití, en 2020 se recurrió a Silvercorp, otra empresa radicada en Miami, con el objetivo de asesinar al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. Este operativo fallido, conocido como «Operación Gedeón», montó su base de operaciones en territorio colombiano. Posicionados al norte, en las áreas donde los paramilitares auspiciados por el Estado son más fuertes, estos sicarios emplazaron sus campos de entrenamiento cerca de las bases militares estadounidenses y colombianas, cruzaron a través de los ríos vigilados por dichas fuerzas y se sirvieron de sus pistas de aterrizaje.

Luego de observar y entrevistar a los rebeldes colombianos en sus territorios, debo decir que es inconcebible que un grupo armado pueda instalar campos de entrenamiento durante tanto tiempo y planear el asesinato de un presidente extranjero sin colaboración y apoyo de las instituciones estatales.

Un ejército industrial de reserva

Luego de invadir abiertamente el territorio ecuatoriano en 2008 con el fin de asesinar a Raúl Reyes, dirigente de las FARC, en una operación de la que participó uno de los sicarios involucrados en Haití, Colombia fue repudiada por la comunidad internacional. Desde entonces, con la intención de evitar los percances ocasionados por sus intervenciones militares, el Estado colombiano intenta delegarlas en sicarios privados para ocultar su participación. Así lo hizo con el asesinato de Santrich.

Pero el personal militar colombiano fuera de servicio no solo es contratado para estas operaciones en virtud de su exhaustivo entrenamiento y su experiencia de combate: hay también un motivo económico. El reclutamiento de las capas más empobrecidas del pueblo colombiano y su enorme fuerza militar activa, que cuenta con alrededor de 300 000 miembros, generan una reserva permanente de soldados retirados, una fuerza de trabajo prácticamente descalificada y desesperada por encontrar una posición en la precaria economía colombiana.

Cada año se retiran entre 10 000 y 15 000 empleados de las fuerzas militares. Como afirma el coronel John Marulanda, presidente de la Asociación Colombiana de Oficiales Retirados de las Fuerzas Militares, estos veteranos constituyen «un mundo muy difícil de gobernar». Con salarios de apenas 200 dólares por mes, los soldados colombianos se ven tentados a trabajar de sicarios en el sector privado, y la angustia de los veteranos, que cuentan con un entrenamiento altamente especializado, permite que las empresas contratistas se ahorren el salario de los mercenarios más caros, provenientes de Estados Unidos o de lugares similares.

Jaime Ruiz, presidente de la Asociación Colombiana de Oficiales Retirados de las Fuerzas Militares, declaró recientemente en un artículo del New York Times que las subcontratistas privadas apuntan explícitamente a los militares retirados de Colombia, pues «sus ofertas, que incluyen buenos salarios y seguros, bastan para captar la atención de nuestros mejores soldados».

Dado que las fuerzas armadas colombianas tienen la responsabilidad oficial de proteger la propiedad privada, los soldados retirados cuentan con la ventaja de haber trabajado en empresas y de conocer de cerca los intereses del sector militar privado. Los grupos de tareas militares fueron diseñados exclusivamente para proteger a las multinacionales petroleras y carboníferas y los ejecutivos de estas empresas fueron ser acusados de contratar sicarios en numerosas ocasiones. Las denuncias suelen provenir de las mismas fuerzas militares.

Como muestran algunas entrevistas concedidas por empresarios de alta jerarquía, los vínculos entre las empresas, las asociaciones empresariales y el Ministerio de Defensa son muy fluidos. Por ejemplo, la cooperación con las empresas de colectivos de Colombia permite que el ejército identifique a todas las personas que viajan por el territorio y registre las fechas y lugares de salida y de llegada. Esto fuerza a los miembros de las guerrillas urbanas a adoptar identidades falsas.

Es posible que el responsable directo del asesinato del presidente haitiano no haya sido el Estado colombiano, sino un grupo de sicarios. Pero el desarrollo de esta peculiar industria solo se explica en función del documentado apoyo político que el Estado brinda a los grupos paramilitares y a los sicarios privados.

El asesinato del presidente de Haití está indudablemente conectado con esta historia, mucho más profunda, de la privatización de la guerra en Colombia: hoy cosechamos los frutos amargos de la exportación de su modelo.