El inmortal cuadro de don Francisco de Goya “El tres de mayo de 1808” , que muestra en toda su crueldad la ejecución de patriotas madrileños que se levantaron contra la invasión napoleónica en España, tiene el extraordinario mérito de en unas pinceladas que parecieran bruscas, mostrar en todo su extravío el horror de la guerra. Este lienzo como coronación de la icónica serie de 82 grabados “Los desastres de la guerra” realizada entre 1810 y 1815 sobre el mismo episodio histórico. Y lo expone con suficiencia, sin necesidad de ir a lo evidente: los ríos de sangre, la agonía de los cuerpos, las extremidades separadas del tronco y las imponentes o sencillas construcciones mudadas en nube de polvo.
El cuadro como una indignada apelación, muestra al pronto a ser fusilado con los ojos desorbitados reclamarle al verdugo la injusticia del crimen que va a cometer. Sabiendo en todo caso, lo dice el impotente batir de sus brazos y el gesto derrotado, que la única respuesta a su alegato será la furia del cañón humeante destrozándole el rostro. Y con él la vida.
Sí. Son los horrores de la guerra. De todas, con su carga de barbarie, injusticia, destrucción y qué tópico decirlo, muerte y desolación. También es ya un lugar común la sentencia que alguien acuñó plagiando la patente realidad: “la primera víctima de la guerra es la verdad”. Sí. Es verdad. Esto lo tienen bien sabido todos los pueblos del mundo que saben que ayer, hoy o en un pretérito cercano o lejano, la guerra ha sido o es parte de su historia, y que está tapizada también de mentiras.
Para no caer en la redundancia de volver sobre el inventario de los males de la guerra, vamos a referirnos a un mínimo apartado apenas de entre ese omnímodo mal que acabamos de enunciar, el de la verdad como primera víctima de ella. El lugar, Colombia, el escenario, el Acuerdo de Paz suscrito entre el Estado y las FARC-EP; la ocasión, el reconocimiento y restauración de las víctimas del conflicto que por mandato del Acuerdo debe hacer el tribunal creado para ello, la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP. Y el mal, el nuevo desastre de la guerra no suficientemente documentado, la irrupción ante este tribunal, del Ejército de Colombia en reclamo de ser reconocido como víctima de la confrontación. Quizás la mayor.
Y es que insólitamente, para indignación de los millones de víctimas del conflicto en Colombia, de manera sorpresiva, el Ejército nacional aterriza en la Jurisdicción Especial de Paz con el resumen de los gruesos volúmenes que contienen la bitácora de los cincuenta y cuatro años de confrontación con las Farc, para a partir de esa memoria de bajas, pérdidas, heridos y desaparecidos en combate, reclamar que la principal víctima del conflicto armado interno que vivió Colombia es la institución castrense. Y que así debe ser reconocido, y restauradas ella y los familiares de los afectados. Insólita es palabra insuficiente para calificar lo extravagante de esa pretensión.
El despropósito de esa exigencia, la agresión a las víctimas de crímenes de Estado agrupadas en el gran movimiento nacional MOVICE que tiene firmemente acreditados ante todas las instancias de la justicia nacional e internacional docenas de miles de crímenes de Lesa Humanidad cometidos por la fuerza pública y en especial por el ejército, no puede ser mayor. Equivale a una revictimización de ellas, al pretender quitarles el lugar cardinal que por derecho propio ocupan en el posconflicto. Despropósito por razones políticas, jurídicas y morales, sin descuidar la principal, la más contundente, la de la realidad de los hechos que se pretende desconocer haciendo escarnio de ella. Pero ¡qué torpe anotar esto cuando lo que estamos es partiendo de que la primera víctima de la guerra es la verdad!
El indignado rechazo a esa aspiración militar por parte de las víctimas -las verdaderas- y que este artículo recoge, no pretende como lo interpretaría la parte interesada instruida en el totalitarismo militar, desconocer -¡faltaba más!- que los militares han sufrido bajas, heridas, retenciones, desapariciones y sacrificios en el largo conflicto. Y que ello hace referencia a seres humanos que igual sienten y sufren la aflicción por el dolor propio y el de un ser querido que quizás murió. Pero extrapolar este reconocimiento, dato cierto de la realidad, otorgándole categoría de víctimas del conflicto a los afectados, hay un abismo que ningún argumento, ningún sofisma podrá zanjar.
Los militares óigase bien, asumen las contingencias de una confrontación armada, como algo propio y anejo a su misión y vocación. A su compromiso nacido de una relación legal y reglamentaria -a la manera de un contrato en el mundo civil-, por el que, hay que decirlo, reciben como contraprestación un salario, condiciones muy dignas de vida, garantías de estabilidad, educación, bienestar social para ellos y sus familias, seguros de todo tipo, privilegios prestacionales y tributarios, pensión de jubilación temprana si es su deseo, y de contera fueros penales, disciplinarios y aún carcelarios para que los delitos –así sean atroces- que cometan, sean tratados con una benevolencia que no conocen los civiles y que de por sí son un baldón para las víctimas.
De modo que aspirar a investir con el título de víctimas del conflicto y por cuenta de las Farc, como lo hace el informe presentado por el comandante del Ejército ante la Jurisdicción Especial de Paz, a todos y cada uno de los militares por los muchos años que las combatieron y que a resultas de ello sufrieron lesiones, mutilaciones, pasaron vicisitudes, se sacrificaron en la selva, fueron muertos, hechos prisioneros de guerra o tuvieron algún trauma sicológico, ello en particular por los combates de los que salieron en derrota a despecho del parte militar que hablaba de clamorosa victoria, aspirar a ello repetimos, es una burla para los millones de sacrificados que no tenían por qué serlo ya que no eran parte beligerante, no estaban en la obligación de asumir en su carne los riesgos de las confrontaciones. La gran mayoría ¡qué ironía! por cuenta de la institución que hoy se presenta como afectada.
Y es que la categoría de víctimas parte de la condición fundamental, cardinal, de no ser parte actora del conflicto. Así sea la “buena” –y atención a las comillas-. Y parte del requisito esencialísimo de que para el afectado no fuera su deber, su obligación personal e institucional asumir los trances de las hostilidades como una opción de vida libremente escogida para realizarse social, laboral y económicamente. Quien perdió la vida en combate, sufrió lesiones, o por no haber luchado hasta morir como era su deber fiel a su juramento y se rindió al enemigo quedando en condición de prisionero de guerra, no es una víctima del conflicto. Sin perjuicio del respeto y consideración por el justo dolor que esas circunstancias le causaron a él y a su familia. Podría decirse que en un sentido semántico literal, son víctimas. Pero no en el sentido jurídico, político y aún moral del concepto que es lo que lo ennoblece, y remite sin ambages a un sufrimiento injusto e ilegítimo que no le correspondía por ningún título sufrir. Porque no tenía un fusil en la mano, no estaba propiciando ni asumiendo combate alguno. Estas son las víctimas. Las otras no.
Pero de la estrambótica y delirante cifra de 208.000 miembros de la institución armada que presenta el comandante del ejército como víctimas directas de las Farc, cifra que ya le quita toda seriedad y respetabilidad al Informe y para quienes demanda reconocimiento y reparación, ¿ninguno lo es? ¿A ninguno cabe esta categoría?
En manera alguna. Claro que sí hay miembros de la fuerza pública a quienes les cabe la categoría de víctimas del conflicto, y al igual que las reivindicadas por las organizaciones sociales, deben ser reconocidas. Es más: estas organizaciones no se oponen a ese reconocimiento y al respeto que se les debe, aunque no las asuman como propias por la potísima razón de que no encajan en la categoría de su mandato. Por ejemplo, no son víctimas de crímenes de Estado, que es lo que representa el MOVICE.
La indispensable precisión entonces que hay que hacer para caracterizar como víctimas del conflicto a los miembros de la fuerza pública, pasa necesariamente por examinar que su vulneración haya constituido una infracción al Derecho Internacional Humanitario que regula las leyes de la guerra. Por ejemplo, y muy al contrario de lo que considera el estamento militar todo como verdad incontestable, la muerte en combate en ningún momento constituye una infracción al DIH. Tampoco lo son las heridas que se reciban así sean estas muy graves, incluidas las mutilaciones. Sí lo sería v. y gr. la ejecución de un militar después de caer prisionero o entregarse, o ser rematado estando herido, ser secuestrado o muerto encontrándose de civil y fuera de operaciones militares incluidas en estas las encubiertas, o sufrir torturas, tratos crueles, inhumanos o degradantes. Claramente estas infracciones hacen del afectado una víctima del conflicto en la dimensión política, jurídica y moral del concepto.
El Informe presentado por el mando militar a la JEP adolece además de flagrantes yerros conceptuales, tales como considerar víctimas del crimen de Desaparición Forzada a los militares desaparecidos en combate. No tiene absolutamente ninguna relación un asunto con otro. El último, es culpa toda del estamento militar que no hizo uso de los múltiples arbitrios logísticos, técnicos y de personal que tiene, para recuperar los cuerpos de los suyos caídos en sinuosos terrenos selváticos. Nada que ver con que hayan sido víctimas del crimen de desaparición forzada por parte de las Farc, como se reclama. Otro despropósito del Informe es la noticia –verdadera revelación-, de que docenas de miles de soldados, oficiales y suboficiales junto a sus familias, fueron víctimas de desplazamiento forzado por obra de las Farc, siendo despojados además de cientos de miles de hectáreas de tierra. Absolutamente ningún dato empírico avala esta estrafalaria aseveración. No imaginamos cómo podría haber ocurrido ello cuando los hombres que portaban las armas del Estado eran del orden de cuatrocientos mil, mientras las Farc tenían alrededor de treinta mil. Esta fantasiosa revelación no resiste el menor análisis. ¿Qué dirán de ella los campesinos, las comunidades indígenas y las negritudes de los territorios colectivos despojados a punta de terror de millones de hectáreas?
No es entonces gratuito que este texto tenga el título de la más celebrada de la excelsa obra de don Francisco de Goya. Porque los ochenta y dos grabados que conforman la serie Los Desastres de la Guerra y el óleo “El tres de mayo de 1808”, no son en modo alguno, como era y ha sido de estilo en esa y en toda época, una loa al vencedor, una glorificación de los méritos y el heroísmo del combatiente de cuyo lado está el artista, lo cual no sería de suyo inválido y podría ser justo. No, son un férvido alegato sobre el dolor y el sufrimiento de las víctimas injustas de la guerra. Esos Desastres no son otros que las mujeres violadas, los hombres fusilados sin fórmula de juicio, los niños masacrados, los huérfanos, los desamparados privados de todo, y a la final el hambre y la peste yendo por los restos. Y ello no puntualmente por cuenta de “los malos”, en el caso del artista el déspota que llevado por la ambición invade su patria , o en el nuestro el que se levanta en armas contra un orden inicuo, sino más allá: por cuenta de esa depravada condición de la guerra consistente en gozarse en ensañarse contra el inocente tratado como enemigo sin serlo. Por ello, esas aflicciones terribles que se muestran, centran la obra en el único héroe a encomiar: las víctimas. Pero las verdaderas. No los victimarios, cuyas huestes también pueden hacer su justo inventario de muertos, heridos y mutilados.
Por ello es por lo que se resulta inadmisible que uno de los bandos de la guerra irregular que vivió Colombia dejando enorme número de víctimas principalmente por la furia con la que el Estado la asumió, haciendo a sectores de la población objeto de sus iras, sea el que hoy demande se le reconozca víctima. No lo son para ellos los miles de civiles -¿cinco? ¿seis?- documentalmente reconocidos como asesinados por miembros del ejército como medio de obtener honores y ascensos en su carrera, ni los cientos de muertos en las masacres de inermes pobladores cometidas ya directamente, ya a través de “los primos”, las hordas paramilitares. Como tampoco lo son para los nuevos reclamantes de verdad y justicia para sus “víctimas”, los muchos miles de opositores desaparecidos por los paramilitares de listas que el ejército nacional le entregaba según han confesado los cabecillas de ellos, y hoy lo reitera su máximo comandante vivo el extraditado Salvatore Mancuso. De todo eso hablan los tres mil oficiales del Ejército Nacional procesados o condenados por horrendos crímenes cometidos con excusa del conflicto, que gozosos se sometieron a la Jurisdicción Especial para la Paz a fin de trocar en simbólicas las altas penas a las que la Justicia ordinaria los había condenado o estaba en trance de hacerlo.
Los victimarios trocados en víctimas. El otro Desastre de la Guerra que no alcanzó a dibujar y ni siquiera columbrar el genial don Francisco de Goya y Lucientes.
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