POR EDUARDO NIETO
Se vislumbra para 2022 un escenario electoral cuyos factores determinantes parecen ser, en buena parte, los mismos que concurrieron cuatro años atrás. Desde ya despuntan en el horizonte tendencias que insinúan su posible configuración. Algunas de ellas referidas al alinderamiento de fuerzas políticas en curso y los temas de debate, otras, a los nombres de quienes aspiran a disputarse los primeros lugares de la escena. En sustancia, un escenario semejante al de la vez pasada. Indicio de que el país ha cambiado poco o nada desde entonces, o que las fuerzas sociales y políticas en disputa han mantenido un equilibrio precario durante el período, sin que ninguna de ellas logre aún la fuerza o el consenso suficiente para imponerle a la nación toda, un desenlace histórico definitivo. Una especie de empate negativo que tarde que temprano tendrá que resolverse. A continuación, algunos referentes del escenario en formación.
1.
El uribato regresó al poder en 2018, después del interregno santista de ocho años. La república enfrentaba entonces la encrucijada de escoger entre el rumbo del reformismo social y político de signo democrático, alentado por el Acuerdo de Paz celebrado entre el gobierno de Santos y las guerrillas de las Farc, u optar por la restauración conservadora del orden oligárquico, lo que suponía entre otras cosas desactivar las potencialidades reformistas de tal Acuerdo aprovechando la desmovilización y desarme de lo que fuera la guerrilla más fuerte y antigua del continente. Desde entonces tal encrucijada ha venido marcando el meridiano de la política colombiana, y en virtud de la misma se ha perfilado la más reciente polarización de la sociedad y la política en Colombia, expresión del agudo conflicto de clases entre los de arriba y los de abajo, cuya manifestación política ha terminado cobrando forma en el enfrentamiento entre derechas e izquierdas. El mismo fenómeno que hoy recorre a buena parte del continente latinoamericano, con referentes sociopolíticos propios en cada nación y con intensidades y desenlaces igualmente diferentes.
Con el triunfo de Duque se esperaba que tal encrucijada se resolvería por la vía de la derogatoria del Acuerdo de Paz y el consecuente desmantelamiento de las instituciones fundamentales del mismo, tales como la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Desaparecidos. No obstante intentarlo insistentemente y por diferentes medios, la verdad es que ni el Gobierno ni la representación parlamentaria del uribato han logrado conseguirlo, a pesar de la amplia e intensa campaña de ataques y desprestigio contra el Acuerdo orquestada desde los medios de comunicación, las redes sociales y la Fiscalía General de la Nación puesta al servicio del Gobierno para tal efecto. Factor determinante del fiasco derechista ha sido la resistencia social y política de los jóvenes, las mujeres, los indígenas y los trabajadores durante los primeros dos años del gobierno de Duque, resistencia esta que cobró su mayor expresión con el paro nacional del 21N, cuando los de abajo desafiaron frontalmente al gobierno de Duque. En ello influyó también la campaña adelantada por columnistas de prensa e influenciadores de redes sociales, así como sectores políticos importantes de la comunidad internacional que exigen el respeto y cumplimiento del pacto de paz celebrado.
El hecho real entonces es que el uribato no ha podido deshacerse del Acuerdo de paz y encauzar al país por la senda de la plena restauración conservadora del orden, como era su proyecto al regresar al poder. Sin embargo, eso no quiere decir que no lo pueda hacer ahora o luego. La posibilidad real de que ello ocurra estará latente y en juego hasta que el proyecto derechista sea derrotado políticamente y el Acuerdo de paz implementado a cabalidad. Prueba de que el uribato no ha renunciado a su empeño lo constituye el hecho de que el Gobierno haya optado por archivar las reformas sociales y políticas fundamentales derivadas del acuerdo con las Farc, lance ataques permanentes contra la JEP y ejecute un tenebroso programa de pacificación de los territorios donde el conflicto armado ha permanecido, estimulando con ello el terrorismo de Estado y la aparición de un neoparamilitarismo que en forma metódica han convertido en blanco de su accionar a los excombatientes de las Farc, líderes sociales y activistas de derechos humanos.
Impedir la implementación cabal del Acuerdo de paz constituye el objetivo inmediato del proyecto restaurador de la derecha. Por dos razones básicas: en primer lugar, porque dicho acuerdo tiene un componente de reformas sociales que podría abrirle las puertas a la demanda de un reformismo social que confronte el asistencialismo neoliberal con que se ha manejado la política económica del país y que ha servido de base de un consenso empresarial sólido desde los años noventa en adelante. En segundo lugar, porque el sistema de justicia transicional que contiene podría levantar el velo de impunidad con el que la plana mayor de la élite empresarial, política y militar del uribato ha cubierto su responsabilidad con crímenes de guerra y lesa humanidad cometidos durante el conflicto armado. El objetivo de fondo de ese proyecto sería acabar con la Constitución Política del 91, pero antes necesita contener cualquier pretensión reformista en social y asegurar impunidad para las élites que apoyaron el plan pacificador de la seguridad democrática.
En contravía de lo que pretende el uribato, la conquista de la paz constituye el asunto medular de la sociedad y la política en Colombia, lo es hoy y lo seguirá siendo por mucho tiempo. A él se anudan los temas fundamentales de la vida política nacional como el problema agrario, los cultivos ilícitos y el tráfico de drogas, el extractivismo y la crisis ambiental, la política económica y las reformas sociales, el régimen político, los derechos y las libertades. Por tal razón está llamado a convertirse nuevamente en el tema central de la campaña electoral próxima, y la izquierda está obligada a retomarlo y reformularlo de cara a los nuevos desarrollos y dinámicas que ha venido adquiriendo el conflicto en Colombia.
2.
En los marcos de la pandemia y la crisis económica, el autoritarismo presidencialista ha salido a flote de forma brutal y funge como pieza maestra del proyecto de restauración conservadora del uribato. El jefe del Estado no sólo ostenta hoy una excesiva concentración de poderes, producto de una indebida invasión de órbitas ajenas a la suya, sino que además sus propios poderes, es decir, los que la Constitución le confiere en forma directa, los ejerce arbitraria y discrecionalmente, casi sin control alguno de orden constitucional ni político. Ello ha dado lugar entonces a que durante el último año los rasgos bonapartistas del régimen político nuestro se hayan acentuado y que la figura del presidente Duque aparezca, en ocasiones, como un verdadero Bonaparte, y otras veces como la caricatura de éste.
Durante el último año, el Presidente ha venido gobernando y decidiendo los asuntos fundamentales de la república con base en decretos de emergencia, lo que le permite hacer uso discrecional del erario, así como de la fuerza pública y la soberanía nacional, llevándose por delante principios fundamentales de la Constitución Política. El control político y de constitucionalidad que las Cortes y el Congreso están llamados a ejercer han carecido de eficacia y son intrascendentes. Como Jefe de Estado, Duque se ocupa de lo humano y lo divino, de lo grande y lo pequeño. No solo dirime las disputas entre las fracciones del capital por los recursos públicos en medio de la crisis, sino que además dicta órdenes para mantener a raya a los de abajo. Controvierte los fallos de la justicia ordinaria y cuestiona las actuaciones de la JEP. Ordena cuarentenas y dispone del confinamiento de la población cuando lo considera necesario. Y como si fuera poco, dirige en persona un espacio de propaganda política del Gobierno emitido diariamente por la televisión nacional.
La preponderancia del Presidente, y con él la del Poder Ejecutivo, se extiende hoy a otros órganos y ramas del poder público, sometidos y subordinados cada vez más a los requerimientos políticos del gobernante. En cuestión de dos años Duque logró cooptar no sólo los órganos de control que hacen parte de la arquitectura institucional del Estado (diferentes a la Corte Constitucional y el Consejo de Estado, que ejercen control de constitucionalidad), tales como la Procuraduría General de la Nación, la Contraloría General de la República y la Defensoría del Pueblo, sino también a la Fiscalía General de Nación, una entidad adscrita a la Rama Judicial, y a la Registraduría Nacional y al Consejo Nacional Electoral, órganos autónomos que hacen parte de la organización electoral. Los titulares de tales instituciones son hombres o mujeres de la coalición de gobierno, cuando no lo son de la entera confianza del propio Presidente. Ni siquiera la Corte Constitucional ni la Junta Directiva del Banco de la República han escapado a la metódica estrategia de penetración política dispuesta y ejecutada desde las alturas del poder con la finalidad de articularlas a las exigencias y necesidades del Jefe del Estado y del proyecto político de la derecha.
Este desbordamiento alarmante del poder y las facultades del Presidente de la República y del Poder Ejecutivo ha traído como consecuencia que el sistema de frenos y contrapesos establecido por la Constitución Política, con el fin de garantizar un ejercicio equilibrado y controlado del poder, haya entrado en crisis y dejado de funcionar. A lo que asistimos es a un golpe de Estado contra la Constitución Política y a un rediseño de hecho del régimen político propiciados ambos por el uribato desde el poder mismo, con lo cual el país queda a poco de transitar a formas totalitarias o cuasi totalitarias del poder político. El régimen de libertades y de derechos individuales y colectivos garantizados por la Constitución queda así a merced del gobernante.
Señales ciertas de que el uribato estaría dispuesto a empujar al país por la pendiente totalitaria se observan cuando la Fiscalía General de la Nación se instrumentaliza cada vez más como la punta lanza del régimen político, cuando los fallos judiciales y de tutela emitidos por las Cortes, los Tribunales y los jueces de la república son desacatados abiertamente por los altos funcionarios del Gobierno, cuando la juventud y los trabajadores son víctimas del atropello de la fuerza pública al ejercer sus derechos a la libre expresión y movilización, o cuando en virtud de maniobras institucionales el Ejecutivo convierte en lacayos suyos a los jefes de los órganos de control y propicia el caos institucional. De esta misma lógica hace parte la actitud del Gobierno cuando en forma cínica controvierte la preocupación de la ONU por su desempeño en materia de derechos humanos y la sistemática victimización de la que vienen siendo objeto los líderes sociales, defensores de derechos humanos y excombatientes de las Farc. Los más recientes visajes de las andanzas del uribato en el sentido indicado lo constituyen, de una parte, su frustrada pretensión de atrincherarse una vez más en el poder, haciendo aprobar del Congreso de la República una prórroga del mandato presidencial bajo el pretexto de la unificación de períodos de los altos funcionarios del Estado, y de otra, el proyecto de crear un noticiero adscrito a la RTVC, la entidad que maneja los medios públicos en Colombia, pero conducido directamente por el Gobierno como medio de propaganda política del régimen.
El uribato enfrenta una carrera contra el tiempo. Tiempo cronológico y tiempo político. Duque ha pasado ya el umbral de la mitad de su mandato y no ha logrado impedir a plenitud la implementación del Acuerdo de paz, como era su cometido. Entre tanto, la JEP y la Comisión de la Verdad registran avances en el cumplimiento de sus funciones. La plana mayor del uribato teme, en el fondo, que pueda ser arrastrada por los coletazos del conflicto armado, por las decisiones de la justicia transicional o incluso por las investigaciones de la justicia ordinaria, como viene sucediendo con el ex presidente Uribe, hoy contra las cuerdas. Y la posibilidad de que esta fuerza política se mantenga en el poder cuatro años más, no está aun plenamente asegurada. De ahí que sea pertinente preguntarse por el nexo que pueda existir entre el rediseño factico del régimen político en curso y las necesidades políticas de protección e impunidad demandadas por los sectores de la elite empresarial, política y militar afecta al uribato.
3.
Por la vía del autoritarismo presidencial, durante el último año el Gobierno ha venido ejecutando un programa de reactivación económica a favor del capital, al tiempo que implementa un plan de gestión de la pandemia con base en el trato preferencial a las EPS y un enfoque de medicina curativa, contrariando las exigencias de las organizaciones médicas que proponen que la pandemia sea enfrentada con un enfoque de salud pública preferentemente. La pobreza, cuyas dimensiones reales dejó al desnudo la pandemia y que la crisis económica ha relanzado, es tratada por el Gobierno con los tradicionales e intrascendentes programas de subsidios a grupos poblacionales determinados, es decir, con la tradicional política asistencialista propia del neoliberalismo. En cambio, el proyecto de una renta básica, pensado como derecho de ciudadanía, cuyos destinatarios serían los hogares pobres y marginados, propuesto por la izquierda y los sectores sindicales, ha sido rechazado por el Gobierno y las fuerzas políticas que lo apoyan.
El manejo discrecional que el Presidente le ha dado a la pandemia, así como a la política económica y social frente a la crisis, revelan que la iniciativa política durante todo el período ha estado en manos del Gobierno, sintomático por lo demás de que la correlación social y política de fuerzas ha cambiado momentáneamente a favor del uribato y las fuerzas que lo apoyan. Con el ingreso al gabinete de Cambio Radical y el partido de la U Duque logró superar el aislamiento político en que había estado su gobierno al comienzo de su mandato, y con ello obtuvo un mayor margen de maniobrabilidad en el Congreso de la República, lo que se ha traducido finalmente en una recomposición coyuntural de la gobernabilidad y la estabilidad política del régimen. De paso, con su política económica de salvamento del gran capital el Gobierno ha logrado asegurar el respaldo del bloque de clases en el poder a su gestión, a pesar de los desacuerdos que de momento vuelven a surgir entre algunos sectores empresariales con ocasión del Proyecto de reforma tributaria anunciado por el Presidente de la república. Durante el período, el Gobierno ha hecho gala de un fuerte intervencionismo estatal en lo económico, pero tal intervencionismo ha tenido como propósito único y exclusivo salvar al gran capital de la hecatombe, sin que haya certeza aún de que por esta vía alcance la tan deseada reactivación de la economía en el corto plazo. Pero en esto no puede haber equívocos, el Gobierno sigue siendo neoliberal y los empresarios también. Unos y otros están unidos en la idea de que los grandes sacrificados para salir de la crisis deben ser los trabajadores y las clases medias, como queda al desnudo una vez más con el ya mencionado proyecto de reforma tributaria.
Si bien es cierto que el gobierno de Duque se ha beneficiado de un cambio momentáneo de la correlación social y política de fuerzas a su favor, aún debe sortear dos situaciones sobrevinientes que podrían serle adversas. De un lado, el comienzo de un tortuoso ocaso de Álvaro Uribe como figura prominente de la política colombiana, por efecto de los requerimientos de orden judicial que viene afrontando y que lo llevaron no solo a prisión domiciliaria por algunos meses, sino también a tener que renunciar a su condición de senador, situación que podría debilitar las amarras internas del uribato y de todo el proyecto restaurador de la derecha. De otro lado está la tendencia cada vez mayor a que el panorama político de Latinoamérica cambie de nuevo como consecuencia del regreso del progresismo al poder, luego de las derrotas electorales sufridas por gobiernos autoritarios de derecha en México, Argentina, Bolivia y Perú, y con la posibilidad de que la oleada progresista se extienda hasta Ecuador, Brasil y Chile, luego de que en los EEUU lograran deshacerse del nefasto Donald Trump, el gran puntal de todos ellos. Tanto lo uno como lo otro, constituyen factores que conspiran contra las posibilidades de que el uribato y toda la derecha reunida alrededor suyo conserve y asegure la continuidad en el poder del proyecto de la restauración conservadora.
Flota en el ambiente la expectativa por saber si la presión del nuevo gobierno de los EE.UU. sobre Duque para que garantice el cumplimiento del Acuerdo de paz, el respeto de los derechos humanos y la protección de los líderes sociales pueda generar diferenciaciones serias en el bloque de clases en el poder con trascendencia política y electoral.
Entre tanto, en la base de la sociedad late, y en ocasiones se expresa sin trascendencia alguna, una gran inconformidad social. Se nutre de una variada gama de causas generales y particulares que va desde los efectos sociales producidos y multiplicados por la crisis económica y la pandemia, hasta la gran tragedia que día por día va dejando la crisis humanitaria desatada por el recrudecimiento del conflicto armado, el abuso de la Fuerza Pública y el incumplimiento del Acuerdo de paz, pasando por el abandono estatal en que han vivido comunidades enteras desde tiempos inmemoriales. De ahí su magnitud y variedad de voces y actores que la representan. Es intermitente, y cobra expresión así en la Colombia profunda como en los grandes centros urbanos del país. Es lo que queda de la truncada resistencia social que el 21N y días posteriores desafiara al Gobierno antes de la pandemia.
Con el arribo de la pandemia la situación cambió en forma dramática para los de abajo. La resistencia social del período anterior se desarticuló y la dirección del movimiento quedó dividida por discrepancias de orden táctico y estratégico respecto a los alcances del movimiento. Hoy sigue huérfana de una dirección que la convoque y organice. Esto, ligado a factores como el miedo al contagio y el contagio del miedo, difundidos metódicamente por el Gobierno a través de los medios masivos de comunicación, constituyen los factores que impiden una recomposición pronta de la resistencia social. La dirección de las organizaciones sociales y políticas de la izquierda tienen aquí un reto enorme y una gran responsabilidad. Porque lo que está en juego es la expectativa de millones de colombianos de superar la incertidumbre que significa la presencia prolongada de la pandemia y conservar la vida dignamente, luego de padecer la incompetencia de un Gobierno al que le preocupa más la salud de los negocios que la de los seres humanos. Sin una pronta y eficaz recomposición de la resistencia social, el uribato tendría allanado el camino para perpetuarse en el poder y profundizar su proyecto de restauración conservadora, a pesar de los factores externos e internos que lo limitan en esta coyuntura.
4.
Estamos a un año de las próximas elecciones. Serán unas elecciones cruciales, porque, así como las de hace cuatro años, en esta oportunidad vuelven a estar en juego las dos opciones de la encrucijada política en que ha vivido la república tras la firma del Acuerdo de paz con las Farc. Quizás por el empate técnico en que aún permanece la solución de tal encrucijada, los actores en juego han madrugado a airear sus proyectos, a ajustarlos y actualizarlos con miras a las próximas elecciones. No se dan tregua. Y cualquier hecho del acontecer nacional es visto y valorado desde esta óptica. Total, este prematuro debate electoral ha dejado ver desde ya la concurrencia de tres proyectos políticos en disputa, tratando de configurar desde ya los respectivos actores que habrían de representarlos en escena. En esencia son, como ya se decía, los mismos que concurrieron la vez pasada.
El campo de la derecha aparece escindido en dos fracciones, una extrema y otra moderada, esta última calificada ella misma como de centro. Y a la izquierda de tales fracciones, un archipiélago de grupos y movimientos alternativos con orígenes y tradiciones diversas que se han agrupado en lo que ellos denominan como Pacto Histórico.
La derecha extrema aparece articula alrededor del proyecto de restauración conservadora, mismo que le da identidad política al uribato. Este agrupamiento y particularmente la figura del ex presidente Uribe constituyen el núcleo hegemónico de esta fracción. Uribe juaga aquí un rol definitivo en la posibilidad de acercar a otros agrupamientos como la oficialidad del partido Conservador, la plana mayor de Cambio Radical y del partido de U, así como de buena parte de los grupos cristianos y evangélicos de ideología conservadora. Los mismos que hoy acompañan a Duque en su gestión. Se nutre del apoyo de buena parte del empresariado y del respaldo de sectores de clases medias y populares fanatizadas con la figura del expresidente y su discurso anticomunista con el que sataniza al castrochavismo, la izquierda, al sindicalismo y la lucha de clases, presentados como agentes del terrorismo y las guerrillas. Un discurso conservador, que ve en el ejercicio de ciertas libertades y derechos por parte de los jóvenes, las mujeres y la comunidad LGTBI, complementa la basura ideológica con que el uribato mantiene excitados los espíritus de sus seguidores.
Esta fracción política llega a la coyuntura electoral próxima afectada por el costo político y las dificultades que representa el hecho de que su máximo dirigente esté siendo procesado judicialmente en este momento. Los enredos judiciales del expresidente Uribe, las razones por las que se le investiga y enjuicia, han venido mellando en forma considerable su imagen y respetabilidad política ante la opinión pública. A ello se le suma el desgaste político que para el conjunto de la extrema derecha representa la gestión desastrosa que el gobierno de Duque le ha dado al manejo de la pandemia y la enorme crisis social desatada durante la misma. La pérdida de aliados en la región será otro factor que se hará sentir en su momento. La extrema derecha podría ver compensado el costo de tales factores con el hecho de que el centro y la izquierda compitan por separado, o que la izquierda llegue a la coyuntura huérfana de una protesta social vigorosa, de la cual pueda convertirse en su expresión electoral.
En el polo opuesto del uribato y la extrema derecha aparecen los partidos y movimientos de izquierda agrupados hoy en el Pacto Histórico, con el senador Gustavo Petro como figura estelar. La base programática e ideológica que posibilitó su unidad lo constituye la apuesta por la paz, planteada hoy no sólo como la implementación del Acuerdo celebrado con las Farc, sino también y fundamentalmente como pacto social, en el que la aplicación y cumplimiento de lo dispuesto por la Constitución del 91 se convierta en un programa de reformas democráticas complementado y actualizado con otros tópicos de orden ambiental, político y socioeconómico, sin lo cual la paz no sería posible ni real. Preocupa que no pueda llegar a la coyuntura electoral sobre la cresta de una gran movilización social y popular, sería su gran debilidad, aunque cuanta a su favor con el diseño de una estrategia acertada, como lo es la unidad de la izquierda social y política en un frente único, con la decisión de ser gobierno para ejecutar un programa que enrumbe al país por la senda de las grandes reformas sociales, políticas y económicas de carácter estructural. Enfrenta el reto de hacerse acompañar de una fuerte movilización ciudadana y de atraer a su proyecto a sectores claves que hoy militan en el centro.
El centro aparece como un punto de referencia político en el que concurre una variada gama de posiciones políticas e ideológicas que van desde el Partido Liberal de César Gaviria y Humberto de la Calle, hasta el Movimiento por la Dignidad del senador Jorge Enrique Robledo, recientemente desprendido del PDA, pasando por la Alianza Verde de Antonio Navarro, Iván Marulanda y Claudia López, y Compromiso Ciudadano de Sergio Fajardo. En principio, sólo el oportunismo político y el cálculo electorero podrían explicar semejante amalgama, al reverso de la cual aparecen de cuerpo entero sus móviles verdaderos. En realidad, lo que en el fondo los mueve es el propósito de evitar que la encrucijada política del país se resuelva por la izquierda, ya sea a través de un triunfo electoral de esta fuerza política, como viene ocurriendo en varios países de la región, o ya por la vía de una ruptura institucional, producto de un levantamiento revolucionario de los de abajo. En últimas, lo que en realidad representan es una preventiva operación de salvamento del sistema y el statu quo.
Las virtudes con las que se vende el centro ante la opinión pública no son sino verdaderas falacias. Se oferta como virtuosa alternativa a la polarización política representada por los extremos de la derecha y la izquierda. Esta y aquella son colocadas en el mismo lugar y descalificadas como nefastas por igual, lo que no fue óbice para que el Partido Liberal y su jefe actual apoyaran al candidato de la extrema derecha para evitar que, en segunda vuelta, Petro saliera electo en las pasadas presidenciales. En realidad, a quien temía el expresidente Gaviria entonces era a la izquierda y a un triunfo suyo. A los demás les bastó suponer que Petro sería derrotado en esa ocasión, por eso se abstuvieron o votaron en blanco casi todos, lo que desnudó igualmente el mismo temor que movió al jefe del liberalismo.
Para el 2022 la situación no ha cambiado gran cosa. Nada en ellos ha cambiado para pensar que sean distintos esta vez. Frente a los extremos a los que ha llegado el uribato, el resto del espectro político podría calificar de moderado, incluido César Gaviria, el gran gestor y ejecutor del neoliberalismo en los noventa. Podría decirse además que la nómina política del centro casi toda es antiuribista, pero de igual manera hay que advertir que casi toda ella aparece ligada al gran capital, unos más neoliberales que otros, pero impensable que de allí pueda salir una alternativa real a la extrema derecha. Pues, a la final, parece ser que el centro, o algunos sectores del mismo, le temieran más al triunfo de la izquierda que a una reelección de la extrema derecha.