Un rescate de la militancia setentista, con sus luces y sombras. La mirada de un compañero cuyo compromiso fue forjado en aquel tiempo, pero renovado durante los 40 años siguientes, llegando hasta el presente. Una respuesta ante la ofensiva conservadora.
Cuando llegó la noticia de que el Che había caído en un valle de Bolivia en 1967, algún nudo en la garganta apretó a nuestra generación. Éramos jóvenes, algunos muy jóvenes. La onda expansiva de la Revolución Cubana ya había llegado años antes, dando lugar a una nueva militancia que rompía con las viejas estructuras de la izquierda reformista de los años 60. Pero aquel acontecimiento, nada menos que la inmolación del Che, el mayor ejemplo de entrega y compromiso por la revolución, se tradujo en una invitación a la vida heroica para quienes apenas balbuceábamos algún proyecto político socialista en Nuestra América.
Nos interpeló en primera persona, nos puso en la disyuntiva de seguir pensando en una salida individual o de emprender el camino de la lucha buscando de manera colectiva la liberación social. Y esto último prendió en miles y miles de jóvenes. Nos preguntábamos: “y ahora, ¿qué vas a hacer?”, “¿vas a seguir pensando en las bondades de la sociedad de consumo?”, “¿vas a seguir pensando en ser un profesional exitoso?”
El desafío planteado era inmenso, y muchos de nosotros decidimos por la militancia. Sí, absolutamente, por esa militancia que significaba romper con la normalidad del sistema, aprendiendo a vivir de otra manera, entregándolo todo por la liberación de nuestros pueblos. La Revolución Cubana, la enorme gesta del Che, la lejana y al mismo tiempo cercana guerra de Vietnam, el Mayo Francés y la Primavera de Praga de 1968, el Cordobazo de 1969, el proceso revolucionario chileno de principios de los 70: acontecimientos que se entremezclaban, que forjaban nuestra conciencia y encendían el fuego de nuestros corazones.
Ese fue el contexto. Ese fue el escenario en el que se formó la militancia multiforme de los años 70, sumándose a la de los 60, no como simple suma aritmética sino como extraordinaria suma potencial que jugaría un rol extraordinario en la historia de nuestro país. Se puede –y se debe– debatir aciertos y errores: si el método guerrillero fue correcto o no, si la construcción de organizaciones que buscaban enraizarse en el movimiento obrero era la mejor política, si era imprescindible estructurarse en el movimiento peronista o construir por fuera tendiendo puentes hacia el peronismo, etc. En cierta medida, 40 años después, estos debates siguen planteados, tal vez, o seguramente, con una mirada más reflexiva, por cierto positiva, respecto de cómo se debatía en el fragor de la lucha de aquellos años. Se dice que la historia juega sus propias volteretas, pero volver para atrás, pensando en el presente y jugando alguna apuesta al futuro, resulta fundamental.
Las nuevas generaciones militantes, que viven plenamente su juventud, no empezaron su acción desde un punto cero. Aunque no lo hayan vivido, tienen atrás un pasado que no deja de transmitirse, de interpretarse y de juzgarse de una u otra manera. Siguió estando, más como legado que como “pasado”, con luces y sombras, recreándose en tantas luchas de los años 80, en la resistencia al neoliberalismo de los 90, en la propia rebelión popular de diciembre de 2001, en la generación que se incorporó a la política más adelante, motivada por la defensa de los derechos humanos, la soberanía nacional y la justicia social. Y hoy, aunque no siempre se lo perciba, ese pretérito subyace en la cotidianeidad de jóvenes y no tan jóvenes que seguimos ensayando e inventando formas, estilos y métodos militantes en este siglo XXI.
Juicio crítico y reivindicación
La militancia de los años 60 y 70 no debe endiosarse. Por eso hablamos de luces y sombras. Se la debe juzgar de manera crítica, particularmente por su fragmentación nunca superada, por sus excesivas cargas ideológicas, por su confrontación interna, etc. El fervor revolucionario era realmente transversal: comprometía a los activistas de fábricas, de oficinas, de bancos, a estudiantes de universidades y colegios, a intelectuales, artistas y periodistas, a los primeros grupos feministas, a sacerdotes, a nuestra gente de las villa. Ese inmenso fervor, que se vivía por todas partes, nunca cuajó en una propuesta política unificada o mayoritaria que pudiera construir una alternativa popular sumando fuerzas de la izquierda peronista y marxista. Es más, esa posibilidad parecía un imposible. Fue impedida por un dogmatismo destructivo, vigente por entonces, que iba más allá del debate sobre la participación electoral, más aún cuando prácticamente todas las organizaciones, incluyendo las diferentes formaciones armadas, finalmente estaban a favor de utilizar los mecanismos de la democracia burguesa. Fue un debate-no debate, en realidad bloqueado, porque cada sector –con pocas excepciones– se consideraba “la alternativa”. Gran problema que también se ha trasladado al presente.
Sin embargo, con todas esas sombras, la militancia de los 60 y 70 contenía características realmente sublimes. La idea de hombre nuevo del Che encuadraba una práctica militante que se desafiaba constantemente, y desde la cual la entrega por la causa significaba múltiples renuncias, “privaciones”, digámoslo así, capacidad de moverse a donde sea necesario, lejos de la casa, de la familia y de las amistades. El compromiso militante político-social no sólo contenía alta autodisciplina –algo fundamental en tiempos de confrontación–, también incluía, por ejemplo, la posibilidad de proletarizarse, es decir, de transformarse en obrero, asumiendo todo lo que ello implica. En este contexto, la solidaridad, la camaradería, el aprender a compartir todo, la casa y la comida, fueron una constante. Nuestras relaciones personales se inscribían en ese marco, con libertad, lejos del moralismo y la hipocresía del sistema.
Todo esto, que es inmenso y que trasciende la visión de que lo nuestro era voluntarismo, contenía valores humanistas que estaban lejos de cualquier prebenda. Los actuales ataques a la militancia, publicados por periodistas y otras especies que se reciclaron en la derecha, pretenden mostrar otra cosa, asocian la militancia con el clientelismo, incluso ponen en cuestión que haya habido 30 mil desparecidos en la noche negra de la dictadura. Es infame que esto suceda a 40 años del golpe de 1976.
En la militancia de los 60 y los 70 existían convicciones por las cuales se luchaba. Lo que se disputaba, incluso en medio de la fragmentación, era el poder realmente existente. La valoración crítica de esa militancia, como corresponde, nos devuelve ideales y valores que hoy debemos resignificar.
**Publicado en Periódico Cambio, Nº35
Este contenido ha sido publicado originalmente por teleSUR bajo la siguiente dirección:
http://www.telesurtv.net/news/Aquella-militancia-20160323-0050.html.