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Tengo los años de la guerra

Soy tan viejo como ésta guerra. Mis años son los años que Colombia se la ha pasado en guerra. Mi generación, hasta hoy, no había vivido un solo dia de paz. Hoy me nació la esperanza de que los tiempos de la guerra quedarán atrás.

Tengo los años de la guerra

 

Mis padres tampoco conocieron los días de paz. Mi viejo nació cuando estallaba la Primera Guerra Mundial y vivió durante muchos años la persecución en Colombia contra los campesinos liberales.

 

Y mi madre nació cuando ametrallaron a más de 3 mil obreros bananeros en la costa norte de Colombia. Cuando leyó el discurso de Gaitán en el Congreso, varios años después, comprendió el significado de la palabra masacre.

 

Ambos recordaban siempre cuando escuchaban por la radio sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Y ambos vivieron y padecieron la tenebrosa época de La Violencia cuando luego del asesinato de Gaitán, acabaron con la vida de más de 300 mil colombianos.

 

Tampoco mi abuela vivió un país en paz. Nació en plena Guerra de los mil días.

 

Ya de grande recibía en su finca a las columnas guerrilleras liberales comandadas por Salomón Marín, el Capitán Gordo entre el año 48 y el 53.

 

Cuando terminó esa guerra hasta su finca regresaron los alzados y ella celebró el acuerdo de paz con tres días de parranda cuando ellos dejaron las armas.

 

De niño me gustaba mirar cuando mi madre cosía nuestra ropa en la vieja máquina Singer. Y cuando la abuela contaba cómo esa máquina estuvo escondida entre el monte durante tres meses solamente envuelta en un papel grueso que llamaban encerado. El mismo papel verde corrugado con el que cada diciembre hacíamos el pesebre y podíamos moldear montañas y valles.

 

Una noche llegaron los "Pájaros", los paramilitares de entonces, acompañados de la policía "Chulavita" del gobierno conservador buscando a mi viejo para matarlo. Mi viejo, arriero, transportaba en su recua de mulas la comida y el pertrecho para las columnas guerrilleras del Capitán Gordo.

 

Esa noche sacaron a sus cuatro hijos dormidos de la cama, como pudieron cargaron con la máquina y la escondieron en los matorrales. Durmieron en los cafetales en un silencio roto solo por el cantar de los grillos.

 

Durante cinco largos años huyeron varias veces en medio de la noche o del día, abandonaban la finca y luego regresaban. Una y otra vez. En esa finca pasé los primeros años de infancia y recuerdo cuando el viejo y la abuela (mi madre permanecía callada) nos contaban de aquello. Señalaban con la mano los caminos por donde veían llegar a los paramilitares.

 

Yo aún no cumplía los ocho años y dentro de mi pensaba: si yo hubiese existido en ese tiempo habría tomado un fusil para defender a mi familia. Y solo diez años después me fui a la guerra. Tomé un fusil. Ya no solo por mi familia. Lo hice porque tenía la convicción de que así defendería a todas las familias perseguidas. 

 

En abril de 1970, el domingo 19, luego del fraude electoral escuché mascullar a mi viejo mientras fumaba un tabaco y apretujaba su sombrero entre las manos por la rabia contenida:

 

"Carajo! si estuviera más joven agarro el fusil y me echo al monte".

 

Mi viejo no lo hizo, pero yo sí. Muy temprano, a principios de los 80, me incorporé a las guerrillas en sus comandos urbanos. Luego me marché a la montaña. Una mañana, como cualquiera otra, empaqué mis libros para ir a la universidad. Como todos los otros días mi madre y la abuela hicieron la señal de la cruz sobre mi frente y salí de casa para no volver. Ellas no lo sabían. Se enteraron que me había ido con los alzados en una carta que les envié 8 días después.

 

Pasaron 11 años hasta que firmamos un acuerdo de paz, fue en el año 91. Pero la paz no llegó. La guerra continuó y en menos de dos años habían caído bajo las balas casi 700 de mis camaradas. Asesinados en tiempos de paz, desarmados. Muchos más que los caídos en los tiempos del ruido.

 

Yo dormía con una pistola desasegurada bajo mi almohada. En cualquier momento podían llegar a matarme.

 

Una noche, mirando a mi hijo que dormía plácidamente dije: no quiero que crezcas en un país en guerra. A la mañana siguiente, con mi compañera de vida dijimos: nos vamos de este puto país.

 

Fuimos a parar a Suecia, al exilio, a la nieve, al sol de medianoche, a la única paz que realmente conocí. Y de construir la paz saben los suecos que se pasaron 700 años matándose a hachazos con sus hermanos daneses.

 

La última guerra que pelearon los suecos terminó en 1809. Desde entonces han vivido en paz.

 

Con mi familia a salvo en esa tierra me dediqué a lo que realmente me apasionaba: el periodismo. Así fuí a parar a las guerras de Bosnia, Guatemala y Kosovo para escribir sobre la gente que la sufría. Estos últimos cinco años los he pasado, desde teleSUR, contando la guerra de Colombia.....y sufriéndola. Ya no con el fusil en la mano.

 

Por eso este dia 23 de junio, cuando firmaron el cese al fuego en La Habana abrigué la profunda esperanza de que sí, que era el último día de la guerra. Y que la mañana siguiente era el primer día de la paz.