Aviso

 

Un estetóscopo y un doctor con nasobuco. Cero síntomas respiratorios y 39 de fiebre. Horas antes había hablado por teléfono rápido y sin pausas, con familiares y amigos. “Te siento la voz tomada”, le decían. Pero ella no sentía nada. Ella, la enferma, no sentía nada. Dengue, era dengue. Era martes, había ingresado el domingo. Su hijo tenía mucha coriza. Había limpiado con cloro en el trabajo. Pero no era enero, ni 2019, ni 1980, era la última semana de marzo de 2020.

Consultorio, médico de la familia, antecedentes patológicos: funcionamiento de los riñones al 50 o 60 por ciento y un sistema inmune deprimido por la administración durante años de Prednisona. Su hijo estaba bien al día siguiente. Pero ella no, fiebre, ella tenía fiebre. También había limpiado un patio abandonado, leptospirosis, quizás era leptospirosis. Pero no era enero, ni 2019, ni 1980, era la última semana de marzo de 2020. Ingreso en el hospital Fajardo. Síntomas: fiebre. ¿Coriza? No. ¿Dolor de garganta? No. Dengue, seguro era dengue.

Hay un momento justo antes de que todo se precipite en que reina la calma de lo desconocido. El tiempo en que, asomados al precipicio, aún podemos reírnos de una caída que en realidad no parece tan inminente. Antes del 11 de marzo de 2020, hicimos planes de cumpleaños, programamos trabajos, pensamos en vacaciones y hasta nos reímos de la prensa alarmista que avecinaba “una catástrofe”. Así que una semana después, cuando Dennis Pérez Chacón estaba sentada en una cama del Fajardo, y un médico escuchó algo raro en sus pulmones, para ella no había, aparentemente, precipicio al que asomarse.

Médicos con escafandra. Una ambulancia. “¿Necesitas oxígeno? ¿Tienes falta de aire?”, preguntó un paramédico. “No lo sé”. Cuando caes por el precipicio es difícil saber exactamente cómo llegaste allí. PCR positivo. No era dengue, ni leptospirosis, era COVID-19. “Se lo pongo igual”, respondió el enfermero en una ambulancia con filtros de aire certificados rumbo al Instituto Pedro Kourí (IPK).

Hay un momento justo antes de que todo se precipite, en que reina la calma de lo desconocido. O al menos eso creemos cuando la caída es tan inminente que solo nos resta negarla. “Si me enfermo de coronavirus me muero”, repetía antes de que su muestra fuera positiva al SARS-CoV-2, con buen ánimo y sin sofocarse. Dennis es una persona a la que le gusta conversar y la COVID-19 es una enfermedad silenciosa. Ella no se acuerda, pero dice su hermana que, horas antes, le dijo: “Yo creo que no salgo de esta”.

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“Soy nacida y criada en el municipio Playa. Mi casa de niña, yo misma la definí una vez como el caserón de la puerta grande y el portalito indiscreto. A nosotros siempre nos costó tener la puerta de dos hojas cerrada. Aún hoy nos cuesta. Era la casa de mi abuela paterna, a la que según mi mamá le decían “Isabel la del barrio” porque todo lo daba. Por suerte, esa sigue siendo la casa de la familia, y cuando hoy me siento en el portal, saludo a los vecinos y miro alrededor, puedo percatarme cuánto las cosas han cambiado. ¡Y cómo ha cambiado!

Éramos felices, creo. La música no dejaba de sonar a ninguna hora, ni siquiera por nuestros muertos. Siempre había algo que celebrar… Mis dos abuelas fueron trabajadoras domésticas en casa de familias ´pudientes´, como se les decía entonces. Una de ellas llegó a ser cajera de cafetería. Eso era a lo más que ambas podían aspirar. 

Mi papá era un santiaguero renegado que vino para La Habana a los 18 años y más nunca regresó. Era ejecutor principal de obra, con una formación autodidacta y a pie de obra con mi abuelo. Mi mamá, es de donde Bola de Nieve y Rita Montaner: Guanabacoa. Ella se hizo arquitecta. Además de estudiar, tenía que planchar y limpiar para ayudar a su mamá y hermano menor.

Así que a mi hermana y a mí se nos inculcó que había que estudiar, y si no, trabajar. No me gustan los slogans, pero sabiéndome pobre, mujer y negra tengo la certeza de que no hubiera llegado muy lejos en un contexto diferente al nuestro. Solo hay que detenerse a mirar cómo se está moviendo el mundo hoy…”.

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El alta de Dennis del IPK tiene más de 20 renglones de tratamiento, entre ellos el CIGB-258. Foto: Cortesía de la entrevistada.

Un médico no despega la vista del monitor de signos vitales. Ritmo cardiaco, frecuencia respiratoria, saturación de oxígeno, temperatura y presión arterial. Todos los valores están desestabilizados. La función del riñón, en una paciente con una enfermedad crónica, ha bajado al 30 por ciento. Es de noche y de día. Las horas giran en torno al latido mecánico de un corazón que sobrevive.

Ya han quitado el transporte en La Habana y por las ventanas del cuarto no se ve pasar el P14. El doctor repite algo en voz alta y luego en voz baja. “Le decían la manchita, pero no recuerdo su nombre, era Fabré o al menos algo terminado en ´e´”. Dennis no le veía el rostro, solo recuerda sus ojos, y aunque quisiera no pudiera ni describirlos. En terapia sus días se reducen a una sola palabra: cansancio, y a lo que escuchaba una y otra vez: “No la voy a intubar, no la voy a intubar”.

Una de las primeras placas que le hicieran, para la cual tuvieron que entrar al cuarto cinco médicos para incorporarla en la cama, confirmó que presentaba una neumonía y unos pulmones bastante inflamados. Si su día se reduce a cansancio, también a pruebas. Gasometría, una prueba donde te sacan sangre de una arteria, en este caso la ingle, para ver tu nivel de oxígeno en sangre; presión, medición de electrodos, oxígeno y una sonda puesta.

El chequeo es tan constante que a Dennis la recordarían después como la paciente que vivía con la camisa abierta. “Me decían: ´Abróchese la blusa´. Pero fueron tantas pruebas que ya a mí me daba lo mismo. No tenía fuerzas ni para bañarme, no tenía ganas de comer, a mi todo me sabía mal”.

“Yo fui tomando conciencia de mi gravedad con el tiempo. Uno no es consciente de la inflamación, eso sale en la placa, pero eso no lo para nadie. Hoy estás bien, mañana estas inconsciente, después te intuban, no tienes oxígeno en sangre, tu cerebro muere, y aunque tu corazón siga latiendo, cuando te recuperas tienes muerte cerebral”, dice del otro lado del teléfono, cinco meses después.

La ventilación mecánica es necesaria en síndromes respiratorios severos y muchos de los pacientes graves con COVID-19 llegan a ser intubados. Pero, como todo en la medicina y en la vida, a veces, los riesgos pueden ser mayores. Una ventilación mecánica puede producir una lesión pulmonar e incluso derivar en fibrosis.

Así que “Fabré o algo terminado en ´e´”, se pasa horas mirando un monitor que le confirme que la saturación de oxígeno aún no era lo suficientemente baja. Días antes Dennis llegó en una ambulancia al IPK. De aquella mañana solo recuerda el verde de uniformes y nasobucos que veía desde la silla de ruedas.

“Te vamos a pasar para terapia, no porque estés grave, sino para observarte más de cerca”. Pero eso no era más que una mentira piadosa. Dennis supo después que estaba grave, pero no querían alarmarla. “Yo creo que eso me salvó la campana porque lo peor que hay para la enfermedad es la psicología. Si piensas que te mueres, te mueres”.

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“Por un tiempo pensé que debutar con la misma enfermedad de mi papá era una coincidencia. Hoy sé que es hereditaria y que se haga lo que se haga, solo va a evolucionar para peor. Mi hermana ya tiene algunas manifestaciones. Y nuestros hijos podrían correr igual suerte.

El momento más tenso fue cuando supe que no había vuelta de hoja; que se hiciera lo que se hiciera solo iría a peor. La noticia la recibí en Bélgica. Un equipo médico de nefrología, muy bien preparado desde el punto de vista técnico, me dio la noticia. No me endulzaron la píldora ni me pusieron la mano en el hombro para contenerme. Me pronosticaron que necesitaría hemodiálisis o un trasplante en cinco o diez años, quince con suerte. Fue un golpe duro, difícil de digerir psicológicamente. Dejé de vivir y comencé a hacer cálculos.

“Sin embargo, no más llegar a Cuba entre el Dr. Magráns y la Dra. Angélica me hicieron darme cuenta de que nada había cambiado; y que ese estado psicológico negativo era peor que la propia enfermedad. Como dice mi mamá, no se puede vivir muriendo; hay que vivir viviendo. Eso intento. Claro, que cuando aparece algo como la COVID-19 se exacerban los miedos y si para colmo te enfermas, pues…”.

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La hermana de Dennis es quien recibe las noticias. Ella, sus dos hijos, esposo y sobrino están en un centro de aislamiento. Cuando habla con Dennis que, sofocada, se quita la mascarilla de oxígeno para intentar formular algunas palabras, regresa al cuarto donde está su familia, y les dice que su hermana se encuentra estable. La ayuda el nasobuco que le cubre el rostro. “Si solo me miraban una parte de la cara, yo podía mirarlos y decir que Dennis estaba bien”.

“Donde no tienes contacto con el mundo, excepto la comida que te traen, alguien de la familia asume el rol de ser el contén del resto —contaría Dennis tiempo después—. Mi hermana no lloraba, no decía, se lo tragaba todo. Hasta que yo no salí de terapia, ella no fue capaz de decirle al resto”.

Los cinco miembros de la familia dieron negativo al SARS-CoV-2 en dos PCR. Pero además de esperar un resultado que muchos creyeron sería inevitablemente positivo, vieron personas cuyos familiares fallecían en un hospital, sin ellos poder moverse del aislamiento.

La hermana de Dennis lo explicaría después: “La gente allí dentro está diciendo: ¿me tocará a mí o no me tocará? Entonces, ¿para qué voy a alarmar al resto? Está grave, pero no se ha muerto. ¿Para qué le voy a decir al hijo: ‘Tu mamá se está muriendo’? Él no podía hacer nada”.

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Dennis durante su trabajo como socióloga en el IPK con una de las doctoras que la atendería al salir de terapia. Foto: Cortesía de la entrevistada.

“Mi hijo nació en 1999. Hacía muy poco tiempo que había comenzado a trabajar en el IPK. Al principio fueron años difíciles. Toda la barriga la hice yendo a clases de inglés en la Lincoln de lunes a jueves en la mañana y de ahí para el IPK. Viajaba en camiones de a peso en los que soltaba la vida. El examen final de inglés fue un trabajo que terminé con mi hijo ingresado en el hospital con días de nacido.

“El niño se enfermaba mucho y el horario de consagración del IPK me agobiaba. Tuve que sacarlo del círculo infantil por un tiempo. Hubo meses que trabajé exclusivamente para pagarle a la señora que lo cuidaba. Con hijo y todo, logré lo que me propuse profesionalmente. Asimismo, tengo que reconocer qué de los dos él fue el que llevó la peor parte. Creo que esa mamitis, que aún tiene a sus veinte años, es resultado de mis ausencias; que no fueron pocas…”.

“En un momento dije: ´Yo me estoy volviendo loca´, porque es que era un estrés, una cosa, un ´me quiero ir de aquí´. Comportamientos muy raros que se fueron controlando con el tiempo”.

Dennis no puede decir que estuvo inconsciente nunca, pero tuvo que preguntar cuando salió de terapia cuánto tiempo había permanecido allí. En total estuvo cinco días y fue una de las primeras personas en recibir el tratamiento con CIGB-258, “con consentimiento previo. Con todo lo que ellos podían tratarme me trataron. La peor letra de mi vida la escribí en ese papel porque me sentía tan mal que no podía escribir adecuadamente”.

En la sala, fuera de terapia, el paso de los días se mide en instantes: merienda, almuerzo, enfermeras, auxiliar de limpieza… “A veces yo oía algo y rezaba porque alguien viniera a verme. Pero no, a veces eran personas que estaban hablando por WhatsApp con sus familiares y tú los oías hablando y hablando y tu pensabas que venían a verte”.

Dennis confiesa que era como estar preso y contar las horas por los horarios de comida. “Es una soledad acompañada, las personas entran a tu cuarto, pero no es igual. Los ruidos que sientes son los del pasillo. No puedes salir del cuarto para nada”.

Un día se escapó del cuarto a decirle a una enfermera que le diera una pastilla, que no podía dormir. Otro, le pusieron el televisor y el bombardeo de información era tan intenso, que pidió que por favor se lo apagaran inmediatamente.

“El estado psicológico que yo tenía después me di cuenta que era porque no dormía. Los ruidos, la soledad, la angustia, la incertidumbre de si la prueba dará positivo otra vez. Es una sensación muy rara, muy rara”.

Mucho se habla de los síntomas y poco quizás del impacto psicológico. En el IPK Dennis extrañó a su familia, su cama, sus rutinas, su trabajo y la piña. “Me antojé de comer piña. Le pedí piña desde a los médicos que me atendían, hasta a la gente que me podía enviar cosas. Tenía al hospital movilizado por una piña para Dennis Pérez. La gente dirá, esta está loca, pero es que me dio por eso”.

Dennis, con 46 años, graduada de Sociología en la Universidad de La Habana en 1997 e investigadora en el IPK, confiesa que lo que la salvó estando ingresada fue la preocupación por su trabajo. “Me preocupaban las cosas pendientes. Esa cosa de pensar: ´Voy a vivir eternamente y lo que tengo no me va a matar, y lo que estoy es loca por salir de aquí para cumplir todas las responsabilidades que tengo pendiente´. Esas cosas me mantuvieron viva”.

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“Al IPK llegué de casualidad, imagino; o porque me tocaba, no sé. Que haya comenzado a trabajar en Epidemiología se lo debo al Dr. Manuel Gonzáles; a quien me he subordinado los veintitrés años que llevo trabajando. Él ha hecho todo lo posible, y hasta lo imposible, por reclutar cientistas sociales. Siempre decía que él quería saber lo que pensaba el borracho y no el cantinero. Aunque sus esfuerzos no siempre fueron bien recompensados: los investigadores sociales en el IPK no tenían fijador. Se demoraban más en entrar, que en salir buscando nuevos horizontes dentro y fuera del país. También la lejanía y la ardua batalla para posicionar y valorizar nuestro saber frente a las llamadas “ciencias duras”, no ayudaba mucho.

“Mi jefe tenía razón: lo que cuenta para prevenir muchas de estas enfermedades es lo que piensa el borracho y no el cantinero. Creo que lo que estamos viviendo con la COVID-19 es el mejor ejemplo de que nosotros solos (el personal de salud) no podemos. La batalla por la salud y el bienestar se gana con la gente. Nadie nos puede ayudar más de lo que somos capaces de ayudarnos a nosotros mismos. Ni siquiera una Revolución que intenta cambiar el mal supuesto estado natural de las cosas, para que vivamos más dignamente”.

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Dennis en el trabajo en el IPK con muchos de los voluntarios que hoy trabajan haciendo PCR en el laboratorio del instituto. Foto: Cortesía de la entrevistada.

Nueve meses después de que emergiera la COVID-19, se ha confirmado el contagio de más de 30 millones de personas y se considera que más de 20 millones se han “recuperado”. Pero dar negativo a un PCR después de días en terapia, sin aliento, y con una enfermedad que una vez que consigue cruzar nuestra barrera inmunológica y se establece en nuestros pulmones, sigue dañando otros órganos; no es lo que se entiende por completa recuperación.

Dennis salió del hospital el 12 de abril, con un PCR negativo, una orden de quedarse en casa aislada otros 14 días y un expediente clínico que incluía más de 20 renglones de tratamientos. Los primeros días apenas podía hablar o caminar. De entrada, dos resonancias magnéticas mostraron importantes lesiones de pulmón, que le obligarán a estar pendiente el resto de su vida de nuevos tratamientos para evitar que evolucione a una fibrosis.

Además, enfermedad casi desconocida al fin, no se descarta que mañana pudieran aparecer otras secuelas, cognitivas o cardiovasculares, “porque, de hecho, puede ser que mañana aparezcan”.

Desde que fue dada de alta, Dennis ha participado en el ensayo clínico de estudio con células madres del Instituto Nacional de Hematología e Inmunología, para evitar, entre otras cosas, que sus lesiones pulmonares evolucionen a fibrosis; y en un estudio genético para investigar por qué el resto de su familia no se contagió con el SARS-CoV-2.

También ha recibido atención psicológica en el Centro de Salud Mental del municipio Playa. La nueva normalidad también está a veces “rodeada de estigmatización y rechazo”. Meses después de superar la COVID-19, Dennis estaba en el banco y una persona entró en pánico y comenzó a rociar con cloro a su alrededor. “Existe mucho desconocimiento sobre la enfermedad”.

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Dennis es una persona a la que le gusta conversar y la COVID-19 es una enfermedad silenciosa. Para ella “una de las peores cosas de la nueva normalidad es que incluye un ´no me toques, no me beses, no me abraces´. Tienes miedo de los que te rodean y de ti mismo”.

La investigadora del IPK que presumiblemente se contagió durante su participación en un evento internacional, hoy se mantiene teletrabajando. Sus días pasan entre horas de estudio y el desarrollo de investigaciones para continuar entendiendo el paso de un virus que ella ha tenido en su cuerpo. Ser juez y parte le ha dejado también algunas “manías”. Cuando va a casa de su mamá no se quita el nasobuco para nada. A veces va subiendo una escalera y prefiere caerse “antes que tocarla”. En las colas mide exactamente el metro y medio de distancia.

De pequeña Dennis quería ser periodista, así que cuando tenía 17 años y cursaba el 12mo grado se presentó a las pruebas de aptitud de la carrera. Una de las preguntas que no logró responder entonces, fue nombrar centros científicos, como el IPK. Dice Dennis que “si tienes miedo a las enfermedades infecciosas no puedes trabajar en el IPK”. Qué curiosa la vida, en el IPK Dennis se hizo una profesional y venció a una enfermedad que exacerba los miedos.

 

En el IPK Dennis se hizo una profesional y venció a una enfermedad que exacerba los miedos. Foto: Cortesía de la entrevistada.

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