1.
La Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia ha decidido
trasladar a la Fiscalía General de la Nación el proceso que días atrás le
abriera al ex presidente Alvaro Uribe Vélez por fraude procesal y
soborno de testigos. La decisión fue tomada luego de que el imputado
renunciara a la investidura de Senador de la República y sus abogados
solicitaran el cambio de la competencia judicial para que fuera
procesado. Basó su decisión la Sala en que los punibles por los que
investigaba al ex presidente son delitos comunes que nada tienen que
ver con las funciones de su cargo como senador, desechando con ello
las razones jurídicas de peso que sustenta la posición de que la
Corporación hubiera podido conservar y continuar con la competencia,
conforme ha sido sustentado profusamente por destacados juristas.
Radicada la competencia en la Fiscalía aún quedan asuntos por
resolverse, como la cuerda procesal por la que será investigado el ex
senador y, como consecuencia de ello, la decisión de mantener o
revocar la medida de detención preventiva con la que fue cobijado. Así
mismo queda por desatarse la controvertible petición de la defensa de
que los demás procesos y denuncias penales contra el ex presidente,
que actualmente cursan o se hallan radicadas en la Corte, sean
igualmente trasladados a la Fiscalía General de la Nación, por la razón
misma por la que fue enviado el que ha dado lugar al debate actual.
Para el senador Iván Cepeda, parte civil en este proceso, así como para
amplios sectores de la opinión existen serias dudas de que en la Fiscalía
el proceso contra Uribe se surta con transparencia e imparcialidad,
habida cuenta de que el titular de esa Entidad es un funcionario de las
entrañas del Presidente de la República y variados vínculos con el
Centro Democrático.
El proceso que la Sala de Instrucción de la Corte abriera contra Uribe,
así como el que la Fiscalía General de la Nación ha venido adelantando
simultáneamente contra el abogado Diego Cadena por los mismos
hechos, tiene origen en el sonado debate que el senador Iván Cepeda le
hiciera al ex presidente en el Senado, el 17 de septiembre de 2014. Esa
vez, el ex presidente y su familia fueron objeto de graves acusaciones y
denuncias por sus estrechos vínculos y relaciones con el narcotráfico y el
paramilitarismo en el departamento de Antioquia. El debate pasó
entonces sin mucha trascendencia, hasta cuando, producto de las
denuncias y contradenuncias a que dio origen, la Sala de Instrucción de
la Corte dispuso la medida cautelar de privar de la libertad al ex
presidente Uribe. Y ahí fue Troya. La decisión estalló como un hecho
inesperado, impactando con fuerza a la opinión pública nacional, la
actividad política y el acontecer social del país. Las redes y plataformas
digitales, así como los medios ordinarios de comunicación se agitaron en
forma extraordinaria a partir de entonces, abriéndose de inmediato un
fuerte y acalorado debate nacional de carácter mediático, en el que las
razones jurídicas y políticas aparecen entremezcladas con una pesada
batería de expresiones pasionales y emocionales. Una buena muestra de
las reacciones encontradas que el ex presidente ha provocado siempre
entre la opinión pública nacional. Mientras el Presidente de la República
y su gobierno, en Centro Democrático y sus seguidores, así como buena
parte del empresariado asumieron la decisión judicial como una
declaratoria de guerra de la Corte contra el expresidente Uribe y sus
partidarios, otros sectores, en cambio, la recibieron esperanzados como
la posibilidad de que por fin pudiera hacerse justicia contra la figura que
por excelencia ha simbolizado la violencia, el autoritarismo y el cinismo
en la historia reciente del país.
2.
Las repercusiones políticas provocadas por la detención preventiva y
encausamiento judicial de Uribe deben ser analizadas desde diferentes
puntos de vista, de éstos el que mayores elementos de juicio reporta es
el que toca con la importancia y peso protagónico que el personaje ha
tenido en la vida política de la nación durante las dos últimas décadas.
Sin duda alguna, Alvaro Uribe Vélez es la figura política más influyente
en la Colombia de los últimos veinte años, después de haber pasado en
un primer momento por el Congreso de la República, la Gobernación de
Antioquia y la Alcaldía de Medellín. Durante todo ese tiempo, incluso
desde mucho antes, Uribe se perfiló como el más decidido ejecutor de lo
que se ha conocido como el mayor proceso de articulación de las élites
tradicionales del establecimiento con aquellas surgidas a la sombra del
capital mafioso. En función de lograr ese propósito reunió a la extrema
derecha del país alrededor de un proyecto político de restauración
conservadora del orden social, cuya agenda incluía como asunto de
especial importancia la remoción de lo que en ese momento eran
señalados como los mayores obstáculos para la vinculación definitiva de
la economía colombiana con los grandes circuitos de la globalización
neoliberal: el poder de resistencia social de los sindicatos y el poder
militar que las guerrillas habían alcanzado en el campo y buena parte de
los centros urbanos. Tanto las élites tradicionales como las vinculadas al
capital gansteril veían en tales estructuras las mayores dificultades para
la acumulación y reproducción del capital en Colombia. Los logros
obtenidos por Uribe en ambos frentes le reportaron entonces la
admiración y el respaldo de buena parte de la élite social y política del
país, así como de los medios de comunicación y amplios sectores de la
opinión pública.
En su mejor momento, los empresarios colombianos, los ganaderos y
hacendados le tributaron entera confianza, que no era menor que la
dispensada por los jefes del paramilitarismo y las mafias. Contó
igualmente con una amplia acogida entre la clase política de los partidos
tradicionales, logrando llevar a su lado incluso a destacadas figuras del
mundo académico y del periodismo. Como ninguna otra figura política
del establecimiento tradicional, en su mejor momento Uribe logró
hegemonizar y unir alrededor de su proyecto a todo el bloque de clases
en poder, convirtiéndose además en muchas regiones del país en un
dirigente político de masas, querido y seguido por amplios sectores
ciudadanos de todas las clases sociales. Algunos analistas lo han
identificado como la encarnación de un proyecto populista de derechas.
En la búsqueda del cometido central de su proyecto político, Alvaro
Uribe no diferenció ni escatimó escenarios: actuaría a la vez en la
legalidad y la ilegalidad, a través de la institucionalidad y por fuera de
ella. Eso lo condujo a imponer desde el gobierno, durante su largo
mandato y después de él, un proceder temerario y arbitrario,
determinado por el logro de resultados sin reparar en la responsabilidad
ética de los medios. Tal proceder terminó convertido finalmente en la
pauta de conducta oficial del Presidente y sus más cercanos
colaboradores, contagiando de paso a sectores de la sociedad que
aplaudían su ética de resultados. Con el pretexto de combatir el accionar
de las guerrillas y sus colaboradores, Alvaro Uribe dispuso a su antojo
no solo de la Fuerza Pública sino también del poder que se derivaba de
sus estrechas relaciones con el paramilitarismo. Lo que se instaló
entonces fue un régimen político cuasi bonapartista que actuaba en
forma arbitraria y sin controles contra las libertades y los derechos,
constituyéndose en un abierto desafío a la institucionalidad del Estado
social de derecho reglado por Constitución Política. Tal desafió condujo a
Uribe a un enfrentamiento abierto y rudo con la Rama Judicial,
particularmente con la Corte Suprema de Justicia que contaba con el
apoyo de amplios sectores de la sociedad civil.
A partir de entonces y como consecuencia de sus temerarios
procedimientos y actuaciones, el ex presidente Uribe y sus
colaboradores políticos (funcionarios y congresistas) debieron sortear
todo tipo de debates y cuestionamientos, la mayoría de los cuales
terminaron en denuncias e investigaciones judiciales contra ellos. Cerca
de un centenar de congresistas adeptos a la causa política del ex
presidente acabaron en la cárcel, condenados por parapolítca, lo mismo
ocurrió con un buen número de sus funcionarios públicos a todo nivel. El
mismo ex presidente arrastra todavía hoy el fardo de una considerable
cantidad de denuncias en la Comisión de Acusaciones de la Cámara de
Representantes, así como en la Corte Suprema de Justicia, casi todas
por asuntos que lo relacionan con crímenes y masacres de opositores al
régimen, o por vínculos con el paramilitarismo y el narcotráfico.
El proceso abierto en su contra por la Sala de Instrucción de la Corte
Suprema de Justicia por fraude procesal y soborno de testigos, que
ahora ha pasado a la Fiscalía, debe entenderse en este contexto. Lo
mismo que esos otros que la Sala de Instrucción está próxima a abrir
por las masacres del Aro, Las Granjas y la muerte del defensor de
derechos humanos Jesús María Valle, en los cuales será llamado
igualmente a declarar.
3.
Resuelto el conflicto de competencia surgido tras la renuncia de Uribe al
Senado, la suerte judicial del ex presidente prosigue con final abierto y
desenlace incierto. Contra lo que muchos creíamos, el punto de inflexión
de todo este asunto no llegó con la decisión de la Sala de Instrucción de
la Corte. Tal vez habría llegado si la decisión fuera la contraria: que esa
Corporación hubiera decidido continuar con la competencia para
investigar al hoy ex senador. De manera que aún no se sabe si el
momento crítico en la vida judicial del Alvaro Uribe anide en este
proceso o en los otros que aún están por abrirse.
El primero de tales procesos está causado por lo que algunos han
llamado delitos menores, que al pasar a la Fiscalía –un terreno que
parece altamente favorable al imputado- podría terminar perdiendo
trascendencia judicial y política. No obstante, para el ex presidente no
deja de ser inquietante sentirse formal y materialmente vinculado a un
proceso en el que abunda material probatorio que lo incrimina. Ni
siquiera una probable preclusión de investigación dictada a favor suyo le
traería calma y tranquilidad, teniendo en cuenta que la misma podría ser
objeto de impugnación una vez dictada. Por menores que en apariencia
sean los delitos por los que habrá de investigarlo la Fiscalía, los mismos
estarán siempre expuestos a ser valorados como el cabo suelto que
conduzca a desenredar una madeja criminal que fue tejida a la par de lo
que ha sido su carrera política y empresarial. Y si por ese lado no
prospera la obligación que tiene el ex presidente de clarificar su
situación judicial en lo penal, es bastante probable que lo tenga que
hacer cuando la Sala de Instrucción de la Corte lo llame a responder en
los que está próximo a abrirle. Entonces, nuevamente será Troya.
De cualquier manera, el expresidente ha mostrado ya las cartas con las
que está dispuesto a jugar cada vez que es requerido por la justicia
penal, particularmente si tal requerimiento procede de la Corte Suprema
de Justicia. Uribe sabe que el tiempo corre en contra de él. Por eso, a
estas alturas, cuando la correlación de fuerzas ha empezado a ser
desfavorable para él y sus partidarios, su apuesta es la de buscar y
propiciar una eficaz operación institucional de impunidad para él y sus
correligionarios, por lo que agita en forma desesperada ideas como la
convocatoria de una asamblea constituyente o un plebiscito que se
ocupe de sacar adelante una reforma del aparato de justicia a la medida
de sus necesidades y requerimientos judiciales. Tal propósito es
presentado ante la opinión pública con el argumento de que las altas
cortes se han politizado e ideologizado con ideas ajenas a los valores
que han nutrido la tradición cultural del país.
Desde la época misma en que la Corte procesó a destacados
funcionarios suyos y a parlamentarios adeptos a su causa, Alvaro Uribe
viene agitando ante los medios nacionales e internacionales el
argumento según el cual tanto él como los suyos son objeto de una
persecución política por parte de la Corte Suprema de Justicia. Con
especial énfasis, este argumento fue profusamente esgrimido con
ocasión del proceso seguido al ex ministro de agricultura Andrés Felipe
Arias. Y con la misma fuerza volvió a agitarse tras la detención
preventiva ordenada contra él por la Sala de Instrucción de esa
Corporación.
Refiriéndose a su reclusión domiciliaria, Uribe se quejaría ante los
medios que él no había sido detenido sino secuestrado por los
magistrados de la Corte. Mientras uno de sus vástagos lo presentaba
ante esos mismos medios como un prisionero político. Este argumento
se hace acompañar de otro no menos insidioso, según el cual la Corte
no es un tribunal imparcial toda vez que allí se le violan flagrantemente
las garantías procesales del debido proceso, la presunción de inocencia y
la debida valoración de las pruebas. Tales argucias, así como los
ataques mediáticos contra la honorabilidad de los magistrados que lo
investigan, responden en realidad al propósito evidente de desprestigiar
y deslegitimar a la Corte como tribunal de justicia competente para
investigar y sancionar penalmente a Alvaro Uribe. Y en este propósito
son coadyuvantes el presidente Duque y sus ministros, cuando
públicamente y en forma indebida controvierten la decisión judicial,
incitando con ello a que en igual sentido se pronunciaran los voceros de
los empresarios y muchos medios de comunicación, como en efecto lo
han venido haciendo en forma incesante y vehemente. A la final, el
uribato ha logrado crear un ambiente de abierta hostilidad contra los
magistrados, como tal vez nunca había ocurrido en el país.
De la eficacia política de tal proceder dan cuenta los logros que en el
terreno judicial han venido obteniendo Uribe y sus seguidores. Primero
en el caso del ex ministro Arias, al lograr que la Corte Constitucional le
ordenara a la Corte Suprema de Justicia garantizarle la doble instancia
al ex ministro, a pesar de que su caso era ya cosa juzgada. Podría
decirse igualmente que, de alguna manera, tal proceder ha tenido
también incidencia en la decisión de la Sala de Instrucción al admitir la
pérdida de competencia para procesar a Uribe, luego de la renuncia de
éste como senador y la algarabía intimidatoria protagonizada por él, el
Gobierno de Duque, los gremios económicos, el Centro Democrático y
las falanges de todo tipo articuladas al uribato. Queda por verse si esta
estrategia y el tiempo político que aún le queda le son suficientes para
evitar que el tigre finalmente se lo coma.
4.
Es posible que la detención preventiva del ex presidente Uribe haya
impactada con fuerza y producido tensiones en las filas del tradicional
establecimiento empresarial y político del país. A diferencia de lo que
sucediera con casi todos los gremios que unidos salieron en defensa de
Alvaro Uribe, el hecho no provocó la inmediata reunificación de todas las
facciones del partido del orden, como tal vez lo hubiera querido y lo
esperaba el ex presidente. Los jefes y voceros de los partidos que hacen
parte de la reciente coalición de gobierno (Cambio Radical y Partido de
la U) se cuidaron de salir en defensa pública de Uribe. Tampoco lo hizo
el jefe único del liberalismo ni el ex presidente Pastrana. Por su parte,
los congresistas observaron una prudencia calculada en sus
pronunciamientos. Y la izquierda, que tiene razones para celebrar
ruidosamente la detención del ex presidente, guardó igualmente mesura
en sus declaraciones.
Tal vez por ello la situación no alcanzó a transitar a lo que pudiera ser
una crisis política e institucional de proporciones. Es decir, no hubo
entonces y tampoco se insinúa en lo inmediato que el hecho pueda
provocar reconfiguraciones institucionales en las estructuras y
funcionamiento del sistema político, o en la correlación de fuerzas
sociales y políticas en la base del sistema. No es descartable sin
embargo que, por efectos de un agravamiento posterior de la situación,
esto pueda suceder. Como tampoco es descartable que en el corto plazo
la situación judicial del ex presidente comprometa de nuevo la
gobernabilidad de Duque, por efectos no solo del distanciamiento
político que eventualmente puedan asumir los socios recientemente
incorporados al gabinete, sino también por la debilidad que significa
para el Gobierno la ausencia de Alvaro Uribe en el Congreso de la
República en una coyuntura tan especial como esta, en la que se
deciden asuntos fundamentales para el manejo de la pandemia del
Cóvid-19 y la recesión de la economía.
Sin duda alguna, el establecimiento tradicional está en deuda con el ex
presidente Alvaro Uribe: durante su largo mandato, Uribe logró derrotar
el poder militar de las guerrillas luego de que éstas hubieran propiciado
un derrumbe parcial del Estado; ocho años después, su candidato
presidencial lograría derrotar a la izquierda en unas reñidas elecciones
gracias otra vez a la intervención del poder mafioso, conforme lo han
puesto de presente recientes investigaciones periodísticas. Por tal razón,
muchos sectores le tributan aún gratitud, pero de alguna manera los
tiempos han empezado a cambiar para él, pues ya no concita el fervor
entre todo el establecimiento y las masas que alguna vez lo aclamaron
como salvador de la patria. Y antes que factor de unidad del bloque de
clases en el poder, su presencia y protagonismo políticos lo fraccionan.
Tal vez sea esto lo que explique la displicencia de algunos y la distancia
de otros frente a la situación que hoy afronta. Pero su demacrada figura,
así como su partido y sus seguidores aún conservan cierto poder de
influencia en las instituciones, los medios y sectores de la opinión
pública, lo que le da todavía capacidad de contestación y perturbación
pública e institucional, como pudo verse con ocasión de su detención
preventiva. ¿O será que las élites del establecimiento todo terminan
dándole la mano con tal de evitarse la incertidumbre que, para la
preservación del sistema, pueda significar una eventual crisis política
derivada de una apremiante situación judicial que ponga en riesgo cierto
su libertad?
Por fuera del Congreso, que es el escenario fundamental de la política
profesional e institucionalizada, la figura política de Alvaro Uribe tenderá
a marchitarse progresivamente, y con ella su protagonismo y poder de
influencia. Requerido y acosado por la justicia penal, el ex presidente
parece estar condenado a pasar el resto de su vida en los estrados
judiciales, aun cuando nunca se le pueda probar responsabilidad alguna
de carácter penal. La pregunta pertinente es si el proyecto político
agenciado por él podrá sobrevivirle al estado otoñal por el que empieza
a transitar su vida toda, a sabiendas que el proceso de simbiosis de las
élites asociadas a negocios lícitos e ilícitos constituye ya un factor
estructural irreversible de la actual formación social colombiana.
Septiembre 4 de 2020.