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La “nueva normalidad” es el tema de moda desde el comienzo de la pandemia. La categoría con la que buscamos definir el contrato colectivo que da marco a la vida en el contexto del Covid-19 ha tratado de ser explicada por la ciencia, la política, el comercio y hasta la poética pero solo el día a día ha podido darnos pistas certeras sobre esta incipiente realidad en construcción, donde la mascarilla emerge como requisito indispensable y las relaciones sociales solo son posibles desde el lugar seguro de la distancia.

Siete acepciones tiene la palabra “normal” en el Diccionario de la Real Academia Española. “Dicho de una cosa: Que se halla en su estado natural” es la número uno, “Habitual u ordinario” es la número dos, “Que sirve de norma o regla” es la número tres, y “Dicho de una cosa: Que, por su naturaleza, forma o magnitud, se ajusta a ciertas normas fijadas de antemano”, es la número cuatro. Las dos últimas responden al terreno de la geometría pero también dan cuenta de una noción de constancia y estabilidad. En lo que respecta a la vida cotidiana, que es el lugar por excelencia para definir lo “normal”, las enfermedades han jugado un papel vital como catalizadores a lo largo de la historia.

La higiene tal como la conocemos, filtrar y hervir el agua, vacunarnos, son buenos ejemplos. El sexo pasó por su época de “nueva normalidad” después del Sida, cuando arribó la dictadura del condón. Con el coronavirus, lo que hasta hace seis meses nos era dado, como un beso en la mejilla, una fiesta de cumpleaños, un salón de clases, ir al cine, a la playa o estornudar en la cola del supermercado, nos parecen ahora postales de un pasado ancestral y distópico. Toda vez que la Organización Mundial de la Salud anticipó que la convivencia con esta nueva patología será la “nueva normalidad” a largo plazo, ese hábitat que conocíamos se ve cada vez más inalcanzable. ¿Son cambios de forma o de fondo?

La era del tapabocas
La mascarilla es el símbolo sine qua non de la nueva normalidad. El sencillo artefacto de tela o papel que según la ciencia nos ayuda a no contagiarnos y a no contagiar trascendió rápidamente el ámbito de lo utilitario para convertirse en un objeto de tensión política, así como de explotación capitalista.

En Estados Unidos, donde el culto por la libertad individual llega a niveles incomprensibles, el uso del tapabocas causa polémica y portarlo se ha convertido en una declaración política. La diatriba por el artículo de protección facial tuvo su precuela durante la época de la Gripe Española a principios del siglo XX. Llevar o no mascarilla en ese país se interpreta como un manifiesto político con el cual cada quien da su opinión sobre estar o no de acuerdo con las prerrogativas del gobierno, entendido este como una entelequia a la que ni siquiera pertenece el Presidente del país, dado que el propio Donald Trump comenzó desalentado el uso de la mascarilla para luego cambiar de opinión y decir que hacerlo se trata de “un acto patriotico”.

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En contracara está la historia de Japón. En la antigua normalidad era común ver en los grandes aeropuertos a los pasajeros provenientes del país asiático portando tapabocas, esto asociado con las estrictas normas de higiene e interacción social que forman parte de su cultura. En el archipiélago del sol naciente, el uso del tapabocas está extendido desde el período Edo (1603-1868), cuando se fabricaban con hojas de árboles, con el fin de evitar el contacto del aliento con el exterior. Hoy el artículo está totalmente incorporado a la vida cotidiana del pueblo japonés y quizá gracias a eso este país sea la única gran economía del mundo que no ha sufrido de crisis por la propagación del virus.

El uso extendido de la mascarilla a nivel global ha despertado a toda una industria que va más allá del sector de los insumos médicos. La cosmética se ha encargado de redefinir su mensaje publicitario y propagandístico para hablar de un nuevo rostro donde pierde importancia el lápiz labial y cobra protagonismo acentuar la mirada. Las casas de moda se han apresurado a lanzar sus colecciones de tapabocas de diverso calibre. Las redes sociales están llenas de tutoriales para redefinir el uso de la máscara e incorporarla como un accesorio que da gracia al outfit.

Fendi, Chanel, Off White y Louis Vuitton presentaron colecciones de tapabocas en la Semana de la Moda de París, a finales de febrero, y le han seguido las grandes (y pequeñas) casas de diseño de indumentaria, entendiendo que esta pieza ya forma parte del vestuario y que su presencia será de largo aliento.

 
La mascarilla trascendió el ámbito utilitario para convertirse en un símbolo.

Tanto se ha convertido en una pieza de culto y llena de simbolismo que centros culturales de distintas partes del mundo han propiciando concursos y exhibiciones de tapabocas intervenidos, mostrándolos como piezas de arte. Artistas como el español Okuda, una de las estrellas del street art, vende a través de su Instagram su propuesta de “New Normality Mask”, que no es más que un tapabocas con su arte impreso, dentro de en un paquete de lujo que incluye una funda y una libreta ilustrada, por el módico precio de 55 euros. Como él, muchos otros.

https://www.instagram.com/p/CDlZWlZqXK8/?utm_source=ig_embed

Encuentros de larga distancia

El segundo signo inequívoco de esta nueva realidad es la distancia física, ergo, la normalización del recurso digital casi para el cien por ciento de las actividades que implican interacción, desde el ámbito educativo hasta el médico, pasando por el meramente social e incluso el sexual.

Aunque el distanciamiento social choca frontalmente con nuestra cultura caribeña, si nos remitimos a Venezuela, también es cierto que las nuevas generaciones se encuentran equipadas de fábrica para sobrellevar estas nuevas formas de relacionamiento, y con el coronavirus solo experimentaron un repunte sobrevenido.

Las reuniones familiares vía video conferencia, las clases en línea, los foro chats, las consultas médicas virtuales y el sexting son la nueva normalidad. Con el coronavirus, tocar, oler y saborear se ha devaluado a niveles históricos. Ver y oír a través de la pantalla es lo que manda. Cualquier parecido con Black Mirror es pura coincidencia. Tanto así que la serie, una antología que reúne episodios que problematizan la dependencia del ser humano hacia la tecnología a partir de situaciones límites, ha lanzando una campaña promocional en Europa con espejos donde los transeúntes se reflejan al tiempo que leen que la nueva temporada de la serie es la vida real.

 

La serie británica Black Mirror califica a la nueva normalidad como su nuevo episodio.
Incluso los encuentros en persona están marcados por la distancia física, además de una distancia simbólica que tiene que ver con una noción exacerbada de lo “sano”. De eso nos hablan las tomas de temperatura y los geles antibacteriales en la entrada de los lugares públicos, los puestos de por medio en el transporte, la señalizacion para hacer filas asegurando la lejanía de una persona con otra.

La nueva normalidad vino a hacer oficial ese mundo que ya estaba encaminado, en el cual el ser humano debe volver a aprender a experimentar los sentidos, ahora mediados por la pantalla y la Internet porque todo fuera de eso representa peligro, con el lógico añadido de la retoma del espacio íntimo, del hogar, como territorio casi único seguridad, y la reflexión al respecto de la dicotomía cárcel-refugio que ha sido leit-motiv de la cuarentena.