Colombia amanece con la sombra y la esperanza a cuestas. Con o sin pandemia, es habitual ya que cada día un nuevo escándalo, grande o pequeño, acompañe la agenda política de la coyuntura: del clasismo viral de ciudadanos «privilegiados» como Issa Wills o María Victoria a la Ñeñepolítica o las actuales revelaciones de «carpetas secretas» de seguimientos ilegales del Ejército contra periodistas y opositores.
El Congreso, entretanto, no ha adoptado medidas para operar semipresencialmente, como si estuviera oficialmente suspendido, y en la práctica quien ha dirigido el poder central estatal ha sido el gobierno Duque, que pese a su falta de liderazgo inicial no ha desaprovechado la gestión de la crisis por el Covid-19 para legitimarse de nuevo mediante programas asistencialistas como los «bonos» o «ingresos solidarios» —con serios indicios de corrupción investigados por la Fiscalía y la Contraloría— y un fuerte dispositivo de comunicación oficialista en redes sociales y televisión. Así, la excepcionalidad constitucional se está volviendo permanente.
Ya Duque ha concretado la posibilidad de aumentar la deuda externa luego de la renovación de la Línea de Crédito Flexible con el FMI por un valor de 10 800 millones de dólares. Las políticas de disciplina fiscal —siempre en tensión— y control de la inflación, favorables al pago a los acreedores trasnacionales, fueron algunas de las cartas de renovación del crédito para Colombia. Lo importante es gestionar con deuda los efectos adversos de la pandemia dada la condición periférica de Colombia en el sistema mundial capitalista
Continúan los asesinatos y las resistencias
Al tiempo, cada día se perpetran amenazas o asesinatos políticos contra líderes sociales en zonas de alta conflictividad como el Cauca, principalmente en territorios que presentan patrones aberrantes de acumulación por desposesión de tierras o han sido vinculados a corredores de narcotráfico y otras formas de capitalismo criminal como la minería ilegal o la «gran minería» trasnacional. Un escrito de Carolina Bohórquez para El Tiempo titulado «Guerra sin cuartel en el Cauca: 10 asesinatos en las últimas semanas», publicado el pasado 29 de abril, sentencia que: «El temor es tan grande en el Cauca que líderes de Buenos Aires y El Tambo [municipios del Cauca] coinciden que no saben qué es peor: si morir por coronavirus o la persecución que va tras su exterminio […] La situación es compleja porque las víctimas ahora están en sus casas confinados y los homicidas tienen la certeza de que se encuentran allí». Cruento dilema el de morir en casa o contagiarse del nuevo coronavirus en razón a la desprotección estatal y las acciones violentas en pro de la acumulación del orden del capitalismo criminal que allí impera.
Pero una y otra vez también se teje la esperanza bajo el entramado de luchas históricas de los movimientos y organizaciones sociales del campo político popular contrahegemónico. Aunque el proceso político del 21-N haya culminado el 21 de enero y un nuevo ciclo de luchas se haya paralizado debido a la crisis global por pandemia, sus efectos sobre la cultura política comenzaron a verse tras el surgimiento entre marzo y abril de nuevos cacerolazos en barrios marginalizados de Bogotá o Medellín ante la hambruna causada —en lo inmediato— por la pérdida de ingresos diarios debido a la cuarentena. Los trapos rojos en las puertas o ventanas o el acompañamiento de las protestas locales con pañuelos rojos también han emergido como expresiones simbólicas de la alta desigualdad social del país. Ello refleja que la protesta social se ha constituido como un espacio posible para encauzar la conflictividad política pero asimismo que en el campo popular hay una preocupación por disputar lo simbólico y cuestionar a su modo el consentimiento de la dominación que legitima que unos/as y otros/as entren en determinadas relaciones jerárquicas de clase, dentro de las cuales la hambruna sólo es un efecto evidente de esas relaciones. De ahí la emergencia de nuevas demandas políticas al Estado, pues los pueblos y gentes tienen hambre y ni la cuarentena ni ninguna acción represiva del Esmad ordenada por las principales autoridades de las entidades territoriales podrá aplacarla.
Las carpetas secretas que reveló Semana
Es clave tratar de organizar las distintas coyunturas como manifestaciones de un mismo orden social capitalista para no quedarnos en una mera sucesión desorganizada de hechos concretos y singulares, como si estos no tuvieran conexión entre sí. De distintas y complejas formas el exterminio de la oposición política —hombres y mujeres—, las economías de enclave de la palma de aceite o la gran minería, el narcotráfico trasnacional —ver por ejemplo la Ñeñepolítica, la cual denunciaba vínculos entre un narcotraficante asesinado y la campaña Duque—, la desaceleración del gobierno Duque de la implementación del Acuerdo y su reinterpretación militarizada ajena a su espíritu integral—llámese paz con legalidad o Plan de Acción Oportuna de Prevención y Protección (PAO)—, pasando por la ideología del clasismo, la violencia por razones de género o los préstamos del FMI, confluyen en el sostenimiento de un orden de relaciones de clase trazado hoy por hoy por la evolución incierta de un conflicto social armado causado por el cierre del sistema político y la alta desigualdad socioeconómica.
En ese orden de ideas, comprendemos que las labores ilegales de interceptación y seguimiento por parte de órganos estatales cumplen una función de dominación y hegemonía en la configuración y mantenimiento del sistema social vigente, que actualmente se pretende gobernar sin reformas estructurales —y con una complejización sistémica interna simulada— bajo la égida uribista de determinadas relaciones cristalizadas de poder.
Los vínculos del viejo DAS con organizaciones paramilitares que llevaron a magnicidios como los de Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro o Jaime Garzón, a montajes judiciales para encubrirlos o al instigamiento y estigmatización de distintos actores opositores —periodistas, líderes y lideresas sociales, políticos/as y hasta magistrados— a través de chuzadas o envío de coronas fúnebres fueron claves para imponer y hacer aceptable un orden político neoliberal, cuyas fuerzas históricas concretas tendrían en el desarrollo del gobierno asistencialista y contrainsurgente de Álvaro Uribe su obra culmen. La verdad histórica sobre esa temible policía secreta del Estado colombiano aún no se ha reconstruido y su terrible actuación todavía no está tan incrustada en los imaginarios más generales de nuestra cultura política.
Lo cierto es que la disolución del DAS en 2011 por el gobierno Santos no acabó con la totalidad de sus prácticas. Más allá de una institución concreta, lo que ha existido dentro del Estado colombiano son estructuras policiales y militares de seguimiento y persecución contra la oposición política. Estas estructuras estatales se reproducen o se reconfiguran de un gobierno a otro. Por ejemplo, por revelación de la propia Revista Semana sabemos que Santos mismo sufrió en 2014 fenómenos de espionaje militar, esta vez contra negociadores del gobierno como Humberto de la Calle y actores de la oposición, hecho que nos recuerda que el Estado no es el gobierno de turno.
Con Duque vuelven a aparecer a la luz pública este tipo de prácticas. Pero no ha sido la primera vez. Ahora, bajo el título «Las carpetas secretas», en un extenso reportaje especial:
«SEMANA revela las pruebas de cómo el Ejército ejecutó un programa de seguimiento informático en el que la mayoría de sus blancos fueron periodistas, varios de ellos estadounidenses. Políticos, generales, oenegés y sindicalistas hacen parte de la lista de más de 130 víctimas». Tales víctimas eran opositores u organizaciones cuyo actuar en alguna medida había perjudicado al gobierno Duque. En la lista figura el periodista de The New York Times Nicholas Casey, quien «sacó la investigación que la revista Semana había engavetado (y que dio lugar a la primera renuncia del columnista Daniel Coronell), sobre la directiva del Ejército que crea incentivos por dar bajas de los grupos armados». También se monitorearon medios alternativos como Rutas del Conflicto, el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo o políticos como Angélica Lozano.
Esta vez la trama revela más explícitamente parte del funcionamiento del sistema mundial capitalista en Colombia, periferia que ha tenido la constante injerencia, principalmente militar, de los Estados Unidos. Este hegemón imperialista ha sido uno de los grandes responsables del cruento desarrollo del conflicto social armado y del cierre del sistema político colombiano, como se puede concluir del informe de Renán Vega para la Comisión Histórica del Conflicto, que no me cansaré de citar y aconsejo leer. Como lo recuerdan Angélica Franco y Laura Franco en el artículo Managing Suffering, el conflicto armado más largo de la historia de Estados Unidos ha sido el colombiano.
Y es que la financiación del espionaje informático militar contra ciudadanos colombianos y estadounidenses y medios de comunicación alternativos provino de una agencia de inteligencia estadounidense, la cual proporcionaba a las fuerzas militares colombianas «400.000 dólares anuales para adquirir equipos y herramientas informáticas». Mas este tipo de espionaje no consistió tanto en la recolección de información como en la construcción de perfiles peligrosamente tendenciosos y estigmatizantes que en algunos casos llegaron a dibujar vínculos de sus víctimas con el ELN o el partido democrático FARC —y esto último no tendría por qué ser visto con extrañeza luego de un Acuerdo de paz—.
Pero el perfilamiento, según resume La Silla Vacía, era la primera fase de esta persecución. La segunda consistía en el «ataque», es decir, «hackear a los perfilados o en chuzarlos una vez el que pide el trabajo de perfilamiento evalúa si el ‘blanco’ vale la pena o no». ¿Pero quiénes pedían este tipo de trabajo de seguimiento y desprestigio? ¿Duque estaba al tanto de estos perfilamientos? ¿O, como dice La Silla Vacía, simplemente su «poder civil» no ejerce control sobre el «poder militar»? En definitiva, ¿estas estructuras militares de persecución operan con independencia de Duque o bajo su complicidad silenciosa?
Estas preguntas no se podrán responder con algún grado de certeza mientras la correlación de fuerzas hegemónica siga favoreciendo al uribismo. En todo caso, la inacción ignorante de Duque o su complicidad contribuyen a lo mismo: mantener el cierre del sistema político y económico mediante la persecución militar contra toda forma de pensamiento crítico o disidente antisistémico o sistémico alternativo, sin importar si ejerce o no la violencia política.
Conclusiones preliminares
Sin garantías reales, y retrasadas la mayor parte de reformas del punto de Participación política de los Acuerdos de La Habana, una parte de Colombia descubre o recuerda una y otra vez de qué calaña es el autoritarismo de sus fuerzas militares y su rol en la perpetuación de un sistema política y económicamente excluyente y financiarizado que ha favorecido los grandes privilegios de clase de unos pocos factores reales de poder. La retirada de unos cuantos militares no sirve cuando el problema es estructural.
Por su parte, asistimos a un escenario de continuación de asesinatos de líderes sociales y de emergencia de protestas populares más localizadas. Conscientes de los peligros de romper la cuarentena, estos actores tienen que enfrentar una expresión cruel y desigual de la lucha de clases: la lucha por no morir asesinados o no morir de hambre. A su vez, que el poder sea una situación estratégica compleja lo muestra el aprovechamiento de Duque de la crisis por el nuevo coronavirus para legitimarse nuevamente. Parece que la coerción estatal excepcional ofrece posibilidades de coordinación a grandes escalas para hacer frente a fenómenos como una pandemia, lo que beneficia al gobierno de turno.
Pero el Covid-19 no se ha erradicado y daños en la estructura económica, que están dejando sin empleo o sin ingresos a millares de personas, y la continuación del cierre político por parte de fuerzas que dirigen el Estado, están abriendo nuevos frentes y repertorios de lucha, que en lo inmediato continúan el legado del proceso del 21-N. Recordemos que el sistema mundial capitalista, al calor de un ciclo de protestas latinoamericanas y globales, ya mostraba signos de desgaste de su hegemonía desde antes de la pandemia y las ulteriores políticas de confinamiento obligatorio.
No hay que rendirnos.