Aunque cueste reconocerlo, el gran ganador de la crisis que vivimos hasta ahora es Iván Duque y no porque la irrupción de la pandemia haya producido una transfiguración milagrosa en su mal gobierno, sino por la gran capacidad que ha mostrado el poder y su aparato mediático de disimular las muchas cosas que hacen mal quienes mandan en la gestión de la actual coyuntura, a punta de sobre exposición mediática, alocuciones repletas de lugares comunes y anuncios que se quedan en letra muerta, el gobierno logró una cosa que parecía imposible antes de la aparición del COVID-19, mejorar su maltrecha imagen entronizando en la consciencia colectiva que el gobierno hace lo mejor que puede y eso, en un país en el que las mayorías están acostumbradas a arreglárselas como pueden, sin exigir mayor cosa de sus gobernantes, ha terminado teniendo un efecto placebo colectivo en un sector de la opinión.
La muy interiorizada y extendida idea que el gobierno no sirve para nada ha producido en medio de la situación pandémica un doble efecto paradójico, en primer lugar hace que la pose del presidente trabajador con cara de cansado, ataviado con una chaqueta marcada con su nombre -cosa absolutamente ridícula- y acompañado de un dispensador de gel antibacterial y una careta, funcione para transmitir la falsa idea que el gobierno algo está haciendo y que lo mejor que nos queda es dejarlo trabajar para que haga cualquier cosa, por mínima que sea y podamos salir de esta rápidamente. En segundo lugar, explica por qué mucha gente protesta no para exigir que el Estado se haga cargo de resolver los problemas ciudadanos, sino para pedir el fin del confinamiento y poder salir a trabajar con todos los riesgos de salud que esto implica; para mucha gente resulta preferible contagiarse que pedir o esperar ayudas de un gobierno respecto del cual, de antemano sabe que no hará nada. Esto es lo que sucede en un país en el que si con algo podemos contar es que, ante los problemas importantes, las instituciones o no estarán, o no escucharán, o no podrán hacer nada: ser de aquí es vivir en un permanente estar solo contra el mundo.
Pese a este déficit de confianza en las instituciones como vehículo de solución de nuestras necesidades y como objeto de reclamo en nuestras inconformidades, en todo habitante de este país hay un indignado en potencia, en cualquier conversación cotidiana siempre salta una molestia escondida, una rabia refundida, un dolor enquistado, una historia terrible, que no ha podido volverse palabras, acciones colectivas, consignas, ideas, símbolos y propuestas para cambiar las cosas, una ira colectiva pero descoordinada y finalmente ahogada por los valores hegemónicos según los cuales los únicos culpables de nuestras desgracias somos nosotros mismos o la mala suerte.
La gran derrota de quienes hemos luchado de muchas maneras por materializar esa pulsión invisible de transformación en este país a lo largo de los tiempos, antes que electoral, política o militar, ha sido cultural. Hemos fracasado hasta ahora en la tarea de volver imágenes, símbolos, relatos, canciones, historias significantes, emociones colectivas, esa fuerza subterránea y transformadora de la gente, por eso, es en el terreno de las ideas donde los que mandan han logrado vencernos e imponernos la mala vida a la que llamamos “normalidad” y a la que tanto anhelamos volver.
Esta crisis pone de relieve que lo principal que tienen que aprender y hacer las opciones políticas alternativas, si quieren protagonizar un ciclo de cambio político ganador, más que dar vueltas enamoradas sobre el funcionamiento y la administración de los aparatos organizativos o seguir aferrados al mágico sonido de sus siglas, es disputar el relato, tejer narrativas, ayudar a empujar y cualificar corrientes de pensamiento, proveer munición política a las personas para argumentar y dotar de perspectiva sus anhelos y molestias, fabricar contenidos, representaciones y referentes que ayuden a construir pueblo -porque este no existe como entidad socio-económica inmanente y menos como sujeto predestinado del cambio- para articular una mayoría que nos permita hacer de Colombia el país en el que al pueblo también le toca.
Un reto adicional, es dar este giro -que hemos postergado y aplazado indefinidamente- en medio de las condiciones presentes en que muchas de nuestras clásicas formas de intervenir la realidad no sirven o no servirán por un tiempo más o menos largo, tenemos que aprender a conservar lo mejor de nuestra tradición política al tiempo que nos rebelamos contra ella y sus nostalgias, se trata de ser de izquierda aprendiendo a actuar y pensar justamente al contrario de como la izquierda clásicamente entendida lo haría.
Ahora más que nunca es necesario centrar todas las fuerzas en el frente de la disputa cultural y hegemónica, de lo contrario, de esta crisis los que descuidan y maltratan a nuestra gente saldrán indemnes, incluso aplaudidos, les saldremos a deber sus mediocres intentos y sus buenas intenciones, como siempre la gente sencilla y trabajadora pagará todos los platos rotos y quienes hemos empeñado algunas de nuestras mejores horas en el propósito de cambiar las cosas seguiremos perdiendo.
Al final el problema no es un asunto de vanidades, pues un proceso de transformación trunco no es solamente una frustración para quienes creen y contribuyen con esa causa directamente, es ante todo y la pandemia lo ha evidenciado, la prolongación de un estado de cosas inicuo responsable del hambre, la desesperación y las incertidumbres de un pueblo que merece e intuitivamente añora otro destino pero que no tiene a la mano los dispositivos e instrumentos para construir el camino que lo lleve a ese horizonte. Este escrito es todo menos una oda al escepticismo, es exactamente lo contrario, la afirmación explícita de que todavía estamos a tiempo de disputar, de combatir, de encender una chispa de esperanza, de forjar los mitos nuevos y mover las fichas necesarias en el tablero para dar vuelta a la situación pertrechados con el infatigable optimismo de la voluntad cuya fecundidad se expresa en la creación, en el pensamiento, en la acción alumbrada por la reflexión que no es repetición voluntarista e interminable, en la construcción de las sendas que nos permitan asomarnos a las ciudades del futuro.