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Debido a la pandemia del Covid-19 y al confinamiento obligatorio de los colombianos, son muchas las familias sumergidas en la miseria. Para pedir ayuda, un nuevo código se ha extendido por todo el país: el trapo rojo, la señal de que una familia tiene hambre.

Un día, Iván Ospina, propietario de un conocido restaurante en el barrio de Teusaquillo, quiso hacer llegar comida a los más necesitados y se fue en su coche con dos ayudantes de cocina, con el baúl lleno, a Santa Fe, una zona marginal del centro de Bogotá. Eso fue hace un mes, al comienzo del confinamiento obligatorio decretado por el Presidente Iván Duque. El cocinero buscaba manchas rojas: camisetas, trapos, a veces un viejo calcetín, colgando en las fachadas de tipo republicano ennegrecidas por décadas de abandono.

“Sabemos que allí la gente está en problemas. Así que empezamos llamando a las puertas de las casas que tenían trapos rojos”, dice Iván Ospina.

En las últimas semanas, cada vez más familias colombianas han colgado un trozo de tela roja en la fachada de su casa: esto indica que detrás de estas paredes no queda ni un peso para comprar comida. “Les decimos: Hola, ¿cuántas personas viven aquí? ¿Diez? Y les dejamos diez comidas. ¿Cuatro aquí? Cuatro comidas. Y así sucesivamente. Recorremos el barrio siguiendo los trapos rojos”, explica Ospina.

Desde que el confinamiento entró en vigor, Iván Ospina va a Santa Fe varias veces por semana, con el baúl del coche lleno de comidas gratis hechas por él. Dice con orgullo: “240 hamburguesas el viernes pasado”. Con voz entrecortada, evoca los rostros angustiados de quienes no tienen con qué alimentar a sus hijos: “Es muy doloroso. Tenemos que ayudarlos.” Una colecta de fondos a través de WhatsApp, implicando a sus amigos, le permite comprar los ingredientes básicos. No se trata de hacerles sopa de arroz: “El hecho de que la gente sea pobre no significa que no tengan derecho a una buena comida con ingredientes de calidad.” Su restaurante El Barrio, sin embargo, apenas sobrevive gracias al servicio a domicilio a una clientela fiel.

“La solidaridad se despierta”, dice Darío Sendoya. Este funcionario de la Comisión de la Verdad, sociólogo, en su tiempo libre, dirige la Casa B, un centro cultural en el barrio de Belén, que en pocos años se ha convertido en el eje de la vida social de la zona. En este barrio, que está a dos pasos de las calles coloniales de La Candelaria, que se han vaciado de turistas, los trapos rojos se multiplican a medida que continúa el confinamiento. “En los barrios de clase trabajadora, la gente está acostumbrada a ayudarse mutuamente. Compartimos una bolsa de arroz con nuestro vecino, porque el día que no tengamos nada, sabemos que el vecino compartirá lo que tiene con nosotros, dice Sendoya. Esta micro solidaridad, en la escala de una manzana, se practica ahora con mucha más fuerza.”

Gracias a las donaciones, la Casa B organiza la distribución de alimentos. La semana pasada, un camión entero de papas fritas congeladas llevó un poco de alegría al vecindario. El cargamento estaba destinado a los restaurantes e iba a ser tirado a la basura. El camionero vino a dárselas a la gente de Belén. Al igual que la Casa B, “en toda la ciudad hay toda una red de organizaciones vecinales, asociaciones culturales y juveniles, muy activas en este momento. La mayoría de ellas han comenzado a recolectar alimentos para distribuirlos en sus barrios respectivos. Esto ayuda a aliviar en parte el hambre. Con los trapos rojos, los voluntarios saben dónde ir primero, aunque a veces, explica Darío Sendoya, la vergüenza hace que las familias se abstengan de colgarlos. Pero como conocen bien a sus vecinos, estas asociaciones de vecinos ya saben a qué puertas llamar.

Los trapos rojos aparecieron por primera vez en las ventanas de Soacha (1), un municipio de un millón de habitantes del sur de Bogotá. La idea fue lanzada a finales de marzo por su alcalde centrista, Juan Carlos Saldarriaga, quien incitó a los hogares en dificultades a identificarse de esa manera. “Si ve un trapo rojo en la puerta de su vecino, es un llamado a la solidaridad”, decía Saldarriaga en un video al principio del confinamiento nacional obligatorio, que comenzó el 25 de marzo y que debe durar hasta el 25 de mayo en Colombia -un país que llevaba más de 11.000 casos y 479 muertes este lunes 11 de mayo-. (2) El color rojo no fue elegido por razones políticas, sino por ser un color llamativo, que se identifica fácilmente.

En Soacha, como en otras partes del mundo golpeadas por la pobreza, el confinamiento obligatorio del gobierno ha sido una tragedia. Según Juan Carlos Saldarriaga, “de un total de 228.000 familias de nuestro municipio, 126.000 pertenecen a los estratos 1 y 2”. En Colombia, las clases socioeconómicas se dividen en seis niveles, del 1 al 6, desde los más vulnerables hasta los más prósperos. Los más bajos viven día a día gracias trabajos informales, a menudo en las calles, vendiendo frutas, cigarrillos, baratijas, trabajando como limpiabotas, jornaleros, mozos o empleados domésticos. El confinamiento obligatorio los priva de todo salario. De ahí las palabras del alcalde, oídas también en otras partes del mundo: “El hambre puede matar a más gente en nuestra ciudad que el coronavirus.”

En ese lugar de paso obligatorio entre Bogotá y el sur del país, las casas precarias de ladrillos rojos y los edificios destartalados han acabado desde hace mucho tiempo con toda la vegetación. Con un habitante cada 25 m2, una de las densidades más altas del continente, la ciudad es un estrecho crisol en el que naufraga toda la miseria del país. “Tenemos 56.000 personas desplazadas por la violencia, dice Saldarriaga, y 1.900 familias que viven día a día de lo que obtienen reciclando basura.”

El alcalde de Soacha, que donó su salario, apela a la solidaridad nacional e internacional para poder seguir distribuyendo ayuda alimentaria de emergencia. “Son dios y el alcalde que se lo entregan”, dice durante los repartos de alimentos. Según él, en Soacha viven también “más de 30.000 venezolanos, y cada día nacen aquí dos niños venezolanos”. Los migrantes venezolanos, de los cuales casi dos millones residen en Colombia, se encuentran entre los más precarios. Algunos, expulsados de las habitaciones que pagaban por día con sus hijos con lo que conseguían mendigando en las calles de la capital, se han puesto en marcha a pie para volver a sus casas, un viaje de dos semanas a pie, para los que tienen aún la fuerza necesaria.

Los trapos rojos de Soacha, que fueron popularizados por los medios de comunicación, se extendieron rápidamente a Bogotá y al resto del país. En algunas de las laderas de Ciudad Bolívar, una de las zonas más pobres de la capital, en esos cerros cubiertos con casas de ladrillo y chapa, casi todos los hogares tienen un trapo rojo. La miseria que estaba detrás de las paredes se ha vuelto visible en los barrios populares de Medellín, Cali, Barranquilla o Bogotá.

“El fenómeno ha puesto a la luz del día una gigantesca bomba de tiempo que amenaza a Colombia desde hace mucho tiempo: el sector de la economía informal ha alcanzado una proporción enorme. Es un terrible indicador del mal funcionamiento de nuestro mercado laboral”, dice Daniel Aguilar, sociólogo de la Universidad Externado de Bogotá. “La cantidad de personas que subsisten a diario gracias a transacciones comerciales informales, sin condiciones de trabajo estables, es enorme. La vulnerabilidad económica de una gran parte de la población se hace patente.” Según datos oficiales, el 46% de los colombianos viven del trabajo informal, un porcentaje que estaría por debajo de la realidad.

“Un símbolo de protesta”

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Distribución de comestibles, barrio de Soacha. © Nadège Mazars
Cada vez aparecen más trapos rojos en los barrios de los niveles 3 y 4, en los que viven las clases medias. Vladimir Rodríguez se sorprendió al verlos “en algunas zonas residenciales, donde la gente tiene un coche y un apartamento con todos los servicios básicos”. El fenómeno muestra que “la pobreza de la población es mucho más importante de lo que ya sabíamos”. Con la pandemia, los indicadores clásicos se han quedado obsoletos. El mercado laboral colombiano no tiene una red de seguridad, es altamente precario. No hay subsidio de desempleo. Según los sindicatos, más de 10 millones de trabajadores (el 43% de la población activa) están empleados como “proveedores de servicios” con contratos a corto plazo sin vacaciones pagadas ni contribuciones a la seguridad social. “Hay todo un grupo de población que no se define como pobre, pero que, si deja de producir en el día a día, no tiene garantías y puede convertirse rápidamente en muy vulnerable”, dice Vladimir Rodríguez.

“El trapo rojo no es sólo un pedido de ayuda”, dice Darío Sendoya de la asociación cultural Casa B. “Se convierte en un símbolo de protesta. Muchas familias lo usan para decir: “Mira, estamos aquí, queremos ser parte de la cartografía de la pobreza que las instituciones están elaborando”. Es una reivindicación de visibilidad. “En los barrios periféricos y populares, es una exigencia histórica: ya no ser más invisibles, ser finalmente tomados en cuenta en el debate público. “Saben que el fenómeno del trapo rojo tiene un eco en los medios de comunicación e incluso en el extranjero, lo que hace que esta demanda sea más poderosa”, dice Sendoya.

El gobierno de Iván Duque ha puesto en marcha un programa llamado “ingreso solidario”, que tiene como objetivo el de auxiliar a 3 millones de familias vulnerables pagándoles un subsidio de 37 euros, el 16% del salario mínimo en Colombia. Un paliativo mínimo que está lejos de cubrir todas las necesidades. Todo un sector de la población se queja porque no recibe ninguna ayuda. Según Carlos Cortés, líder afrocolombiano de la Fundación Oruga, una organización juvenil de Soacha, “la ayuda alimentaria está llegando, pero proviene principalmente de donaciones privadas”. Es redistribuida por asociaciones de vecinos como la suya. “La gente está con bronca, tanto contra la alcaldía como contra el gobierno.”

En las zonas desfavorecidas, muchos habitantes ven a ese “virus burgués”, como algunos lo llaman, con cierta sospecha. “Estábamos en nuestro mejor momento en América Latina. La gente estaba empezando a protestar. Y entonces este maldito virus salió de la nada. Le viene bien al gobierno, que no habla más de los otros problemas, como las desigualdades escandalosas o el asesinato de líderes sociales”, protesta Carlos Cortés.

“Cuando la gente tiene hambre, se rebela con más facilidad, sobre todo porque muchos de ellos nunca se habían visto en esta situación”, dice Aguilar. “Además, en este momento no hay fútbol en la televisión para entretener a la gente y las telenovelas empiezan a repetirse”, añade el sociólogo. En el sur de Bogotá, cerca de los barrios obreros, los bloqueos de carreteras son cada vez más frecuentes. “¡Tenemos hambre!”, gritan los habitantes, con el estómago vacío, en Soacha, Usme, Kennedy o en Ciudad Bolívar. Algunos incluso agitan trapos rojos, que sacan de las fachadas, para expresar en las calles una indignación creciente.

Notas

1) Colombia – El hambre como bandera. Protestas sociales en medio del coronavirus.

2) https://www.worldometers.info/coronavirus/country/colombia/

Mediapart 

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correspondenciadeprensa.com/2020/05/13/colombia-los-trapos-rojos-que-senalan-la-amplia-miseria-social/