Aviso

Sólo una revolución que se basa en ideas, en ideales, que ha sido consecuente con ellos, como la cubana, puede sobrevivir a su fundador y líder histórico.
Mídase la Revolución Cubana de la manera que se quiera, pero un mérito no se le puede cuestionar: revivió la dignidad de Cuba como nación, al hacer cierta la independencia desde el 1 de enero de 1959. Cualquier análisis honesto debe coincidir en que antes era norma la sujeción política de los gobiernos a Estados Unidos de América. La llegada del comandante en jefe, Fidel Castro, cambió radicalmente la historia cubana.

 

Por la magnitud de las transformaciones, la revolución socialista trajo a Cuba cambios civilizatorios. Variaron tanto la realidad y el ideal social, que los cubanos, independientemente de posturas políticas, suelen ver fuera de discusión la gratuidad de los servicios de salud y educación hasta nivel universitario y de posgrado, y también la ayuda internacionalista que prestan en ambos campos. En otros países, tales opciones suenan extrañas.

 

Cada quien puede tener una opinión sobre la revolución, sobre una medida, porque los cubanos somos así, criticones, evaluamos, pensamos, tenemos todo el derecho de hacerlo, construimos todos los días. Ahora por encima de todo eso está el concepto de que Fidel es sagrado para un muchacho de 15 o 20 años, no por imposición gubernamental, sino por voluntad nacional. Eso tiene que ver con el legado de Fidel Castro a nuestro país.

 

Analistas lejanos buscan explicación para la afluencia multitudinaria al duelo de Fidel, en las plazas de la revolución de La Habana y Santiago de Cuba, y en los caminos de la caravana luctuosa. Otros especulan sobre el futuro de la isla e investigan sesudamente las consignas populares o no entienden el aluvión de expresiones de dolor en sitios y redes sociales. Mejor les iría estudiando la siquis tropical, la del Caribe, la cubana.

 

Que nadie se llame a engaño. La muerte  de Fidel no cambiará  el destino de Cuba —ya libre de todo poder extraño— haciendo realidad el sueño martiano de una patria soberana cuyos hijos sabrán defenderla como suya.

 

Lo que más ha marcado estos días de dolor y definiciones en la isla es la presencia de los jóvenes. Los que soñaban con una juventud apática, descomprometida, con un pueblo escéptico o desmovilizado, los que anidaban la esperanza de que éste fuese el “fin de una época”, deben sentirse frustrados.

 

No es posible ni sensato hablar con base en consignas, cuando se precisan explicaciones o argumentos. Pero hay momentos en los que las consignas se vuelven insustituibles definiciones colectivas.

 

Entre todas las consignas necesarias apareció la imprescindible: “Yo soy Fidel”, nacida precisamente de los jóvenes, de la generación que menos conoció a Fidel, que menos vivió su impronta de líder, que menos le pudo palpar en esa relación cotidiana que tenía con el pueblo. Por eso lo más importante de su legado es el pueblo y su unidad.

 

Estos días el mundo ha sido testigo del luto de toda una nación por la muerte de quien  fuera en vida alma y guía de una revolución. Un líder que estuvo presente siempre al lado de su pueblo. Que nunca desatendió ningún problema de sus compatriotas, que nunca le fue ajeno un reclamo u opinión por muy insignificante que pareciera. Que su humildad y amor al prójimo lo hicieron inmenso. Fiel a sus principios y valores patrióticos. Defensor de las causas justas y de los pobres del mundo. El campeón invicto de todos los cubanos y revolucionarios del mundo.

 

El dolor que mostraban las imágenes en la isla era unánime y espontáneo. Cuba y millones de personas en todo el planeta lloran, pero no guardan silencio; salen a las calles, le recitan, le cantan, lo acompañan, lo recuerdan, le agradecen todo lo que la vida entera no alcanzó para decirle. Aun esta semana los homenajes a Fidel Castro continuaron en México.

 

Otra vez, como tantas a lo largo de su fértil y deslumbrante vida, con su última voluntad, Fidel desconcierta a sus adversarios y desafía a sus seguidores. Los primeros, los innombrables, los que nunca tendrán que dar esa orden porque no habrá quien les piense un homenaje, vaticinaron que en Cuba habría funerales y monumentos descomunales, un cadáver embalsamado y una legión de militantes obligados a llorar.

 

Por propia decisión, no estará en los monumentos de mármol de las ciudades del país que refundó, no será un nombre en una avenida, una escuela o un hospital, a los que se consagró. Que nadie venga a buscarlo en las piedras, sino en las conciencias.

 

Soy de los que imaginó al menos una escultura, vestido de guerrillero, ascendiendo sobre cualquier montaña u obstáculo, con la vista posada allá bien lejos, en el futuro. No le hacen falta ni plazas ni monumentos porque ninguno que se pudiera hacer alcanzaría el tamaño real de su obra, de su envergadura, de su impronta, de su legado. Un país entero echando pa’lante será su monumento. Seguirá naciendo en todo aquello que nos sea fatuo, en cada obra perfectible que nos dignifique.

 

Hoy siento un pesar profundo, pero también un inmenso orgullo de haberme formado y haber crecido con su guía, con su ejemplo. Hoy más que nunca me siento feliz de ser cubano.

 

Este triste momento ha sido un reencuentro del alma nacional con los mejores valores de Cuba, vertebrados en los principios éticos de su concepto de revolución y con la unidad nacional por encima de cualquier diferencia.

 

Las generaciones futuras recordarán a Fidel Castro como se recuerda en la historia a los grandes próceres de Nuestra América y del mundo.

 

Artículo publicado originalmente en: http://www.excelsior.com.mx/opinion/columnista-invitado-global/2016/12/10/1133357